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JOSÉ ANTONIO FORTUNY
Por mucho que digan que el edificio ha quedado muy bien, que es muy bonito y funcional, siempre intento escabullirme para no visitarlo. No me gustan los hospitales. Aunque hay veces en las que no queda más remedio.
Al llegar me espera Raquel, la fisioterapeuta respiratoria, recibiéndome con una sonrisa tan entusiasta que al cabo de unos segundos tengo que bajar la mirada, algo ruborizado. Raquel tiene una espalda ancha, de nadadora, y sus manos, una vez tumbado, empiezan a moverse diestramente por mi pecho, amasándolo, estirándolo, pidiéndome que inspire, que expire, que vuelva a inspirar. Parece como si sus dedos conocieran al milímetro cada repliegue, cada imperceptible rincón de mi anatomía desde donde tratar de contrarrestar el mal. Yo me porto bien, hago todo lo que me pide, como un buen chico. No quiero que me zurre con el látigo de cuero que cuelga detrás de la puerta.
A pesar de que sus manos despliegan un alucinante repertorio sobre mi cuerpo, mi pecho ruge hoy como si alojara a una jauría de leones furiosos, por lo que a Raquel no le queda más remedio que introducirme por la boca un tubo conectado a un aparato que pretende llegar hasta el veneno mucoso de mi interior y succionarlo. Al hacerlo se me escapan un par de lágrimas que afectuosamente Raquel me seca. Me pregunta por qué lloro. Le contesto que por nada. Creo que hay momentos en los que si los seres humanos pudiéramos poner en palabras todo aquello que nos perturba, todos nuestros miedos y angustias (justificados o no), el efecto sería tan potente que seguramente resquebrajaría el suelo que pisamos. Y la verdad, uno ya tiene suficientes cosas en la cabeza para que encima, si se desmorona este edificio por mi culpa, empiecen a perseguirme exigiéndome daños y perjuicios...
Al cabo de una hora de esfuerzos, Raquel, agotada, ha conseguido al menos reducir un poco la algarabía ardiente de mis pulmones. Me marcho un poco más aliviado. Y al hacerlo me fijo de nuevo en ella, recibiendo a otro paciente con idéntica sonrisa rutilante, frotándose esas manos que poco después empezarán una nueva batalla, una nueva batalla entre aquello que es humanamente posible, entre los límites de la ciencia médica, y, por otra, el abismo de nuestra fragilidad.
Me doy cuenta que a esto es a lo que se dedican diariamente Raquel y sus compañeras, y los médicos, y las enfermeras, y todo ese personal sanitario vestido con uniformes de diversos colores que veo circular por esos pasillos entre los que me voy abriendo paso, en busca de la salida.