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ISABEL CANO RIUDAVETS
Joaquín iba a cuarto de primaria y le gustaba mucho estudiar. A pesar de ello, se le atascaban un poco las mates pero era muy tenaz y al final conseguía sacarlas adelante. Para sus compañeros, la asignatura favorita era la de música porque cuando llegaba la primavera y todavía no apretaba el calor la maestra y sus alumnos salían al parque que rodeaba a la escuela y realizaban la clase allí. Todos se lo pasaban muy bien y disfrutaban como nunca. Era un parque público que el colegio utilizaba para el recreo de los niños con la peculiaridad de que muchas personas, entre ellas madres, abuelos y demás vecinos de la zona, se paseaban por allí para ver y escuchar a los pequeños en la clase de música.
Un día, la profesora les pidió a sus alumnos que trajeran un instrumento musical ya que había compuesto un pequeño himno escolar y quería que sus alumnos aprendieran a interpretarlo. Los niños hicieron lo que la maestra les pidió y a la semana siguiente trajeron cada uno un instrumento. Algunos niños trajeron una flauta dulce; otros aportaron instrumentos variados, desde órganos Casio, que seguramente habían pertenecido a sus padres y que, milagrosamente, aún funcionaban, hasta panderetas, guitarras, y tambores. La profesora cogió otros instrumentos que pertenecían al colegio y los repartió entre los alumnos que no tenían. Sin embargo, el pequeño Joaquín y su compañera Claudia no pudieron participar en la actividad que tanto divertía a sus compañeros porque no había instrumentos para todos. Ambos les pedían a sus amigos que les dejaran tocar alguno pero todos estaban tan entusiasmados que, por mucho que insistían, nadie les quería prestar ninguno. Así que aquel día el pequeño Joaquín, el más pequeñín de la clase, y su amiga Claudia se quedaron relegados a un segundo plano mientras escuchaban y observaban atentamente lo bien que se lo pasaban el resto de sus compañeros.
Al salir del colegio Joaquín se fue a su casa cabizbajo y, al llegar, estaba tan triste que su madre se alarmó mucho.
-¿Qué te pasa, corazón? - le preguntó Ariadna a su hijo.
- Hoy en clase de música no he podido participar - contestó el niño casi a punto de llorar.
- ¿Por qué? -preguntó su madre extrañada.
-Porque la profesora de música nos pidió que lleváramos un instrumento para poder tocar el himno y como yo no lo he llevado y no había para todos no he podido participar.
La madre de Joaquín se quedó en silencio y no dijo nada. Días atrás su hijo le había dicho que debía llevar un instrumento a clase de música pero la madre no se lo había podido comprar todavía.
-No te preocupes - le dijo la madre a su hijo acariciándole la cabeza. - El próximo día, tú llevarás el instrumento más bonito de toda la escuela.
El niño se dio media vuelta complacido mientras su madre, entristecida, urdía un plan que iba a dar sorprendentes resultados.
Aquella misma tarde, Ariadna y su hijo se pusieron manos a la obra para poder tener el instrumento listo en breve. Ella sacó una vieja tabla de planchar que tenía guardada en un pequeño trastero y analizándola durante unos segundos descubrió las utilidades que podía tener. Cogió todos los rollos de papel higiénico, papel de cocina y papel de aluminio que tenía en la despensa y les extrajo el tubo de cartón por donde iba enrollado el papel. Minuciosamente, fue encajando en los extremos dos o tres tubos seguidos mientras Joaquín recortaba trozos circulares de papel de aluminio que iban a servir de parche o membrana para tapar uno de los agujeros de cada tubo. Cuando la madre hubo insertado todos los rollos y el hijo hubo pegado el papel en uno de los dos orificios de cada tubo, con un poco de pegamento los fueron adhiriendo paralelamente uno al lado del otro y los ataron a un lado de la tabla de planchar. El resultado fueron ocho tubos de cartón de diferente longitud que, al percutir la membrana de cada tubo con los dedos, emitían diferentes sonidos, el tubo más largo emitía el sonido más grave y el más corto el sonido más agudo. Al principio Joaquín no entendía nada y no fue hasta que su madre le enseñó cómo debía tocarlo cuando se dio cuenta de la importancia de montar los tubos en diferentes longitudes. Joaquín estaba boquiabierto pero su madre seguía trabajando para que el resultado final fuera digno de ver.
Una vez terminaron con este instrumento, Ariadna encargó a su hijo que fuera a la papelería de enfrente a comprar un borrador como los que utilizan en clase para borrar la tiza de las pizarras. Mientras tanto, ella rebuscó entre los escasos juguetes de su hijo buscando las chapas de refresco que Joaquín utilizaba para jugar ya que le iban a servir para construir el siguiente instrumento. Cogió diecisiete chapas y con un punzón al rojo vivo fue agujereándolas justo en el medio. De las diecisiete separó once y ató a un trozo de palo de escoba once pequeñas cuerdecitas. Luego las insertó por cada agujero que había hecho en el centro de las mismas y les hizo un nudo para que las chapas no se soltaran. En total, once chapas colgaban del palo, el cual fue colocado horizontalmente en el extremo saliente de la tabla, justo donde se colocaba la plancha cuando estaba caliente.
- Suerte que aún no había tirado todos estos trastos - pensó Ariadna. - De no ser así no hubiera podido hacer todo esto.
Cuando Joaquín subió a casa con el borrador en la mano se quedó estupefacto con lo que vio. Aquel invento empezaba a cobrar vida y estaba seguro de que impresionaría a todo el colegio. Mientras él contemplaba con ojos brillantes todo aquel material, su madre había cogido un vasito de cristal, que anteriormente había albergado un yogur de fresa, y lo llenó de arroz hasta la mitad. Tapó la obertura del vaso con cinta aislante transparente y en medio insertó un palo de polo para sujetar el vaso. El resultado era una bonita maraca que extendió a su hijo para que fuera practicando algún ritmo. Él estaba más feliz que nunca pero todavía había trabajo que hacer.
Ariadna separó la almohadilla del borrador de pizarras hasta quedarse solamente con la parte de madera. Cogió las seis chapas que le sobraban de las diecisiete que había cogido inicialmente y juntó tres y tres, una encima de la otra. Enroscó un clavo en los orificios que anteriormente había hecho en el centro de cada chapa y con un martillo lo clavó en la madera del borrador. Hizo el mismo procedimiento con las tres chapas restantes y en un instante había construido un sonajero cuyas chapas tintineaban continuamente a cada ligero movimiento.
- Esto ya casi está - dijo Ariadna a su hijo mientras cogía del trastero de la cocina dos pequeñas y viejas ollas y una sartén descolorida. - Ahora lo único que tienes que hacer es buscar cuatro palos medianos que puedan servir de baquetas. De montarlo todo ya me encargo yo - dijo su madre con una gran sonrisa.
Dos días después Joaquín volvía a tener clase de música. Sin embargo, aquella mañana el niño fue más contento que nunca al colegio. Cuando llegó la profesora de música y bajaron al parque a tocar, su madre le esperaba con la tabla de planchar y todos los instrumentos que había creado. Tubos, chapas, sartenes, maracas, etc., emergían de aquella tabla cuyas patas de hierro tampoco se salvaban de llevar colgando algún utensilio. Joaquín, que era casi más pequeño que la propia tabla de planchar, la cogió y, a duras penas, la abrió. Acto seguido fue colocando todos los instrumentos y se aseguró de que todo estuviera en su sitio. La madre lo contemplaba desde un banco del parque, a lo lejos, para no intimidarlo.
Cuando todos los niños vieron a su compañero con todo aquel montón de bártulos viejos se pusieron a reír.
- ¿Quieres que te dejemos nuestros instrumentos? - preguntaba irónicamente Miguel.
- ¡Joaquín no tiene dinero para comprarse una flauta! -Gritaban riendo todos los niños al unísono.
No obstante, Joaquín hizo caso omiso de los comentarios hirientes de sus compañeros. Cuando hubo montado todo cogió dos baquetas e hizo percutir la sartén y la olla siguiendo un compás imaginario. Posteriormente, dejó una de las baquetas y se alzó con una maraca y, mientras combinaba pequeños y seguros toques a la sartén, los acompañaba con el retintín del vasito de yogurt convertido en maraca.
No fue hasta que se puso a percutir con sus diminutos dedos la membrana de papel de aluminio que había pegado a los tubos cuando la profesora se acercó a él y le preguntó cómo había construido tan bonitos instrumentos. Inmediatamente, el rostro de sus compañeros dejó de reflejar desprecio y se convirtió en admiración. Algunos dejaron sus instrumentos para empezar a tocar las maracas y sonajeros de Joaquín. Otros lo miraron escépticos al no querer reconocer que el receptor de las burlas había impresionado a la maestra. Mientras iba tocando cada uno de los instrumentos, el pequeño Joaquín explicaba a su profesora, a sus compañeros y a todas las personas que se hallaban en el parque cómo había fabricado todas aquellas maravillas.
Sin embargo, no fue hasta que sacó las otras dos baquetas que llevaba guardadas en la mochila y se las extendió a su amiga Claudia cuando la maestra, y dos abuelos que contemplaban la escena desde un extremo del parque, asiduos observadores de las clases de música, aplaudieron al pequeño Joaquín.