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Raquel Marqués Díez
Que el entretenimiento que tiene que ver con las vidas paralelas vende es un hecho incuestionable en un mundo donde -a modo de ejemplo y por la proximidad mediática que nos corresponde- hasta el Consell insular de Eivissa inauguró este verano su oficina virtual de Turismo en Second Life. "Salirse" de uno mismo para experimentar quehaceres más galopantes es lo más. Creíamos haberlo visto todo en esto de las filigranas tecnológicas donde las emociones fluyen a través de un avatar, hasta que llegó "Spore". Muy, pero que muy, desencantado de la vida debía de estar el creador de este videojuego para apremiarnos a diseñar nuestra propia especie. Un meteorito se estrella en un planeta, sembrando vida y materia orgánica en sus océanos. Después, a imagen y semejanza de una metáfora imperfecta del darwinismo, se supone que aparecemos nosotros controlando a una criatura simple que traga pedazos de desechos. Luego, a medida que comemos y crecemos, ganamos un ADN que nos servirá para "evolucionar" pudiendo escoger partes como colas para nadar o púas para defendernos, e incluso, se nos deja elegir comer a otras criaturas o vegetales. Vamos, ¡real como la vida misma!. Y ¿de qué hay que defenderse?, -se preguntarán ustedes-, pues de los mismos de siempre, de aquellos cuyo afán por el poder les lleva a flirtear, inclusive en la no ficción, con el dominio del prójimo.
Dos, tres, cuatro o cinco piernas; un, dos, seis o siete ojos y dos cabezas; anfibios, aves o mamíferos con forma de langosta comparten un universo donde, desde mi humilde punto de vista, no hacen sino expandir las conductas que ejercen aquí en la Tierra por el espacio más infinito. "¿Te importa si abandono nuestra galaxia un rato?". Pues sí, me importa y mucho, no vaya a ser que sea usted el señor del coñazo del desfile y vayamos a tener un disgusto sideral.