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Raquel Marqués Díez

Las palabras huelen, y el verlo no responde a una aberración óptica. Su olor es tan real como la vida misma. Suponiendo, claro está, que esa misma existencia no coagule al abrigo de una sociedad gris. Entre vinos, que no entre copas, Daniel descubrió su aroma la pasada noche. Escribía sobre papel. Algo que hoy ya es cuento de viejos. Sobre papel blanco con tufo a tinta. Y así lo hizo hasta que se le derramó el chato de Rioja sobre la mesa.

Supe de él a las dos de la mañana. El haberse convertido en uno de mis mayores críticos de los últimos tiempos le da ciertos privilegios, como el saber que siempre, independientemente del espacio-tiempo en el que me encuentre, le cogeré el teléfono. Esa llamada fue una de aquellas con las que me dijo nada y todo a la vez. Escribía, como digo, sobre papel una de esas novelas eternamente inacabadas, hasta que se le esparció el caldo. A partir de entonces las deportivas de su protagonista comenzaron a emanar la aspereza de su goma blanca al rozarse contra la arena, la playa por donde paseaba despedía brisa salitrada y la hojarasca a un flanco de la orilla resina de pino tan pura que se le pegó a la nariz. Se llevó las manos a las fosas, aspiró profundamente y me llamó para enviarme el aroma de una soleada tarde de invierno.

Las palabras huelen, y su lectura rezuma un viaje de vida.