TW
0

Raquel Marqués Díez
Después de partir peras con el capitalismo, ergo desayunar cada mañana con un nuevo expediente de regulación de empleo que me agria la leche, decido donar mi cuerpo a la Ciencia. Me compro una bata blanca en los chinos de la esquina y farfullo en la cocina durante tres días enteros hasta lograr la fabricación casera de una partida de cápsulas de mi vida. Meto las píldoras en un botiquín de diseño (por aquello de impresionar al rival) y marcho a mediar con el Gobierno. Los trámites burocráticos no me dejan pasar de la ventanilla para paisanos con casos imposibles, pero aún así logro venderle la moto a un funcionario estupefacto que se hace con cinco de mis grageas a cambio de colarme en el gabinete de prensa de Moncloa.

Mimetizo mi tono y mis gestos con el de uno de aquellos parlanchines que ofrece un milagroso crece pelos en medio de la plaza del pueblo, y suelto la retahíla de virtudes con las que he dotado a mi patente. Felicidad en monodosis la llamo yo. Comprimidos en los que he dispuesto los mejores momentos de mis treinta y tres años de camino existencial.

Se me ocurre que si todo el mundo siguiese a rajatabla las instrucciones del prospecto, o bien crease sus propios comprimidos de dicha, la angustia se borraría del mapa. La misma congoja que hoy nos impide reconocernos como humanos, -la misma que ha patrocinado este puñado de vidas deshabitadas-, podría esfumarse si no se nos hubiese atragantado la soledad.