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Miguel Herranz

Arañan con especial e irritante descaro las treintamiltrescientas letras durante todas y cada una de las veintemil leguas de viaje submarino sin embargo; no conozco otra manera de saciar mi apetito por la lectura.
Aún recuerdo con primordial ilusión y claridad mis apresuradas visitas a la cocina , sorprendido por el hambre y justo a la mitad de un almuerzo de lembas entre Frodo y Sam Gamy.
Cortar una barra de pan tierno, abrir el cajón del embutido y salivando subir de a tres las escaleras, arrojarme sobre la cama y continuar devorando historias.

Era inútil resistirse, bastaba que alguien sacase un pedazo de carne seca y la arrojase despreocupado sobre la ansiosa rehala de Colmillo Blanco o que Bastian cubierto por aquella manta quitase el envoltorio a un magnífico sándwich de roastbeef ,diese un mordisco a su manzana.

Para que movido por un atávico resorte yo quisiera emular a mis personajes y compartir con ellos la comida.
Probé ratas asadas junto a Nini; tocino, garbanzos, pan de hogaza en la mesa de Daniel el Mochuelo, jugoso mango, uvas frescas y papaya acompañando a Mogwly y a Bagheera.
Humeantes filetes de ballena, grasa derretida de foca merced a la invitación del ya obeso London Jack.

Tiras correosas de cecina de alce junto a Chris Mcandless y zumo de limón con ostras en casa Defoe.

Devoraba las novelas con el ansia propia de un pequeño Conde de Montecristo allá en el retiro forzado de mi habitación.

Qué hermoso es descubrir aún las esquinas dobladas, la tinta corrida, las omnipresentes manchas de grasa y, sin embargo, ¡cuán molestas! las migas secas entre las hojas de un buen libro.