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O lo que es lo mismo, dos formas de expresar unos valores. En la entrega de los Premios Príncipe de Asturias el pasado viernes 22, se pronunciaron palabras muy pensadas, conscientes y medidas y se vieron unos gestos que, aun vestidos de espontaneidad, entrañaban profundos y positivos mensajes. Enorme calado en las palabras de D. Felipe, bien correspondidas por los galardonados. Entrañable gesto el de Vicente del Bosque al levantar de su silla a su predecesor. Emocionantes «manos unidas» de los ganadores del Premio a la Concordia. Me duele que los ecos de un acontecimiento de esta trascendencia se extinguiesen en veinticuatro horas, difuminados por una nueva crisis ministerial y por una bien alimentada camorra montada por las palabras que dirigió un alcalde castellano a una nueva ministra. «Tiempos de retroceso ético», llamó a los que vivimos, en su magnífico discurso, Amin Maalouf desde el escenario del Campoamor. Me duele que lo negativo, el insulto, la descalificación y la gresca política acaparen más titulares que lo vivido en una jornada memorable en la que se resaltaron los valores del esfuerzo, el sacrificio, el talento, la disciplina, la solidaridad o la modestia. Algunas de estas virtudes se encuentran en nuestra clase dirigente, pero, ¡qué pena la dirección a la que canalizan sus esfuerzos, perdido el sentido de Estado a cambio del bien del partido, olvidado interesadamente el objetivo de trabajar por el bien general!

Del Bosque, al hablar de la modestia, fruto de su hidalguía y del verdadero valor del esfuerzo, no hacía más que ratificar las palabras del Príncipe, que lanzó claras y diáfanas reflexiones sobre la capacidad de superación, sobre el esfuerzo continuado, la ilusión, el coraje, la integridad, la grandeza de ánimo y la cultura del trabajo bien hecho. Pero añadió más D. Felipe: habló de esperanza, consciente de las dificultades en las que viven mas de cuatro millones de nuestros compatriotas. Y dirigiéndose a los jugadores les confesó: «Nos hicisteis sentir la emoción y el orgullo de ser españoles», cuando comediantes e ignorantes lo han negado, recordándoles que son «ejemplo y estimulo para las generaciones jóvenes a las que inyectáis compañerismo, nobleza y confianza». Acabó enlazando sus palabras con el reconocimiento al testigo recibido hace treinta años de su propio Padre, valorando «la gran lección de responsabilidad nacional que nos dieron las generaciones pasadas». Presente, pasado y futuro en un mismo y valioso mensaje.

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Pero, ¿se imaginan el gesto de un madridista, Vicente del Bosque, con un atlético como Luis Aragonés entre nuestra clase dirigente? ¿Han visto alguna vez a un ministro o director general actualmente en la oposición, en la inauguración de una carretera que diseñó, contrató o dotó económicamente? ¿Por qué lo del Campoamor no puede ser lo normal en nuestra diaria vida política? En mi opinión, por tres razones. La primera es la preparación, el esfuerzo, los méritos y su valoración.Todos los premiados iban sobrados de méritos. Incluso los jóvenes jugadores aportaban años y años de sacrificios, estímulos, superación de lesiones, acuartelamientos en «masías» y hoteles, desde sus tiempos en las categorías infantiles. ¿Por qué se producen los milagros de sus rápidas recuperaciones? Por el esfuerzo, por la tenacidad, por el sacrificio de horas y horas con fisios, máquinas y piscinas. Entre nuestra clase política, por supuesto con raras excepciones, cualquiera puede ser cualquier cosa, siempre que acredite sumisión y apego a su cabeza de lista, o encaje en una combinación de contrapesos regionales o simplemente de deudas y afectos personales. La segunda es la modestia, virtud asociada a la real valía y a la sabiduría. Repitió la palabra varias veces Vicente del Bosque. Sí, porque era consciente de lo frágil de su gloria, que hubiera podido trastocar un gol de fortuna de los holandeses o un penalti injusto de un arbitro armenio. En nuestra clase política se valora en cambio el soberbio «no sabe usted quién soy», como el esgrimido por una nueva ministra en salas de protocolo y pabellones de estado de nuestros aeropuertos. Y se vive para la foto oportuna y retocada, para la propaganda, para la valoración en la última encuesta. Por no aceptar, no se aceptan ni las disculpas ni el perdón. Por supuesto, éste no se pedirá jamás. Porque falla, tercera y última, la ética, la que está en franco retroceso, como nos recordó el pensador libanés Amin Malouf. El propio Príncipe nos pidió «moderación donde haya habido excesos, ética donde haya habido abusos».

Hoy se valora todo lo contrario a lo resaltado en Oviedo. Se estimula la traición política, se facilita la corrupción, se premia la deserción, el desdén, el ninguneo, el tanto tienes tanto vales, el sálvese quien pueda. No sirven ni la lealtad, ni el rigor, ni la verdad, ni la profundidad del estudio, especialmente si éstos crean comportamientos no correctos politicamente. Pasada una semana del acontecimiento de Oviedo, vale la pena volver a leer lo dicho en la entrega de los premios. Aunque sólo sea para protegernos de la desilusión que nos invade; aunque sólo sea cuestión de pura supervivencia.

Artículo publicado en La Razón