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No será que no estuviésemos advertidos. Pero la revolución esta ahí. El clásico concepto de que nuestra vida democrática se administraba votando cada cuatro o cinco años dando nuestra confianza a una opción política y nos desentendíamos, ha caducado. Sigue quedando como remanente la asamblearia movilización en la calle en sus dos vertientes: la organizada, preparada y controlada que siempre se valora por la cantidad de asistentes más que por la causa que los moviliza y la espontánea, la descontrolada, la viva movilización nacida en la red. Ésta puede convocar desde una inocente reunión de fin de curso a un botellón hasta la concentración en Túnez o El Cairo de miles de manifestantes, que consiguen hacer tambalear un régimen. Y sin llegar a tanto, puede ser la denuncia contra unos eurodiputados más atados a sus derechos que a sus deberes, a los que se obliga a cambiar sus reservas de vuelo, cuando parecen haber olvidado que en tiempos de crisis no sólo es necesario ser honrado, sino también parecerlo. Con sus peligros, esta es la nueva democracia popular a la que nos van conduciendo las modernas tecnologías. No hay día en que una cadena de televisión o un programa de radio no encueste a su clientela. Nos encontramos ante un ejercicio permanente de participación popular que tiene sus aspectos positivos, pero que puede contener altos riesgos de manipulación o contaminación. Porque viviendo en un estado de opinión pública más que en un estado de derecho, pueden producirse en la sociedad fisuras insalvables en su tejido social.

Observemos dónde estamos, cuando hemos superado un tercio del año 2011. Interiormente, en un incontrolado camino de desmoronamiento donde a la crisis económica y social se une una grave crisis de valores y de instituciones que se reflejan en nuestra vida política. Da la impresión de que estamos constantemente en periodos electorales, discutiendo o desacreditando opciones políticas, enfrascadas éstas en primarias, sucesiones y relevos, que arrastran a su vez, descalificaciones, insultos y denuncias. Y como una de las instituciones más destruidas es la de la Justicia, hemos perdido dramáticamente la fe en ella, cuando ya no se sabe si un fiscal anticorrupción ha entrado en campaña electoral, si un juez imputa por romper cohesiones de partido o si una sala de nuestra mas alta representación jurídica como es el Tribunal Supremo se trocea de acuerdo con ideologías e intereses de partido. La separación de poderes de Montesquieu ha saltado por los aires en el Constitucional, en el Supremo y en el Consejo del Poder Judicial y esto afecta a todo el sistema jurídico, que se sostiene día a día gracias al callado trabajo de honrados, preparados y vocacionales jueces y fiscales. En el exterior observamos cómo la crisis económica tiene diferentes lecturas. Cómo nuestro vecino Portugal acaba de ser embargado y como incluso en EEUU se somete al propio presidente a una dieta económica impensable hace unos años. A la vez vemos como Alemania–con una población bien educada en valores de responsabilidad, trabajo y esfuerzo– crece a un 4% y que emergen a oriente y occidente otras sociedades más vivas, en las que la demografía obliga a buscar caminos de desarrollo y de expansión. Y Europa sigue partida por intereses nacionales cuando no empresariales. Tras el comienzo de la aventura libia, mientras la Unión Africana busca in situ soluciones políticas, Francia sigue manejando sus hilos diplomáticos y sus servicios de inteligencia para sacar partido de la situación. ¡No podían ser Italia y España los mejores clientes de Gadafi! Nosotros nos estamos jugando 7.300 millones de euros de inversión en infraestructuras, 3.500 en petróleo y gas, 1.500 en armamento y otros 5.000 en conceptos varios. Alguien propondrá la «irreductible necesidad» de partir el país en dos: arena y camellos para unos, gas y petróleo para otros. En París lo tienen calculado. Lean las declaraciones de Alain Juppe, su ministro de Asuntos Exteriores. No sería la primera vez que servimos a otros intereses. Alguien se frotó las manos cuando salimos de Iraq y perdimos el contrato de mantenimiento de la Sexta Flota por diez años en los astilleros de Cádiz, más la construcción de cuatro fragatas F-100 para Israel y seis submarinos para Tailandia.

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Pero lo más peligroso puede ser la «salida al Mediterráneo» de grupos radicales ubicados en Chad, Níger o Sudán. Porque es muy difícil conocer las identidades e intenciones de los milicianos incorporados a la lucha contra Gadafi. Puede que Francia prevea y quiera controlar todo el teatro de operaciones. Ya lo intentó en la guerra que enfrentó a Libia con Chad en 1987 jugando con cartas marcadas por Mitterrand. Pero temo que hoy lo hagan haciendo suya la conocida máxima de Clausewitz , «la guerra es la continuación de la política por otros medios», camuflados estos de Derechos Humanos pero, sospecho en este caso, claramente económicos.

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Artículo publicado en "La Razón" el 13/04/2011