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No habíamos digerido aún las consecuencias del vuelco electoral del 22 de mayo, cuando la victoria del Barça en Wembley nos presentaba otro mundo, positivo por el esfuerzo de una generación de jugadores y por la organización de su club, negativo por los rasgos de fanatismos desbordados que acabaron en desórdenes. No deja de ser curioso que otra de las aficiones más correosas de Europa sea la del Panatinaikos griego. En dos países con graves crisis sociales y económicas, las masas buscan referentes, necesitan ídolos que cubran sus carencias, referentes que no encuentran ni en el mundo de la política, ni en el cultural ni en el social. ¿Se imaginan a 100.000 ciudadanos concentrados en un estadio, aplaudiendo con emoción al equipo de 30 médicos de la Seguridad Social de Valencia que le trasplantaron la cara a un enfermo, en un trabajo continuado de casi dos días? ¿Tienen audiencia televisiva los corazones y manos que dan de comer cada día en Cruz Roja, Cáritas o en tantas parroquias, a miles de compatriotas y emigrantes nuestros? ¿Creemos ciertamente que con el vuelco electoral hemos solucionado nuestros conflictos y liberada nuestra conciencia ciudadana? La clase política, tanto la que ha pasado de los antidepresivos, como la que debe dosificarse «antieufóricos», no es más que un extracto de la sociedad que los vota. Ésta es la que necesita remedios: la que ha priorizado derechos sobre obligaciones, la que permite quiebras en la familia y en la educación. La que no puede mirarse en el ejemplo de sus dirigentes, algunos más inclinados al ascenso rápido, a la corrupción y al «no sabe usted quien soy» , que al servicio a su comunidad.

Luego nos sorprendemos de que un movimiento inicialmente razonable como el del 15-M siga aún en la calle. Y ya tiene su bandera con la carga policial de los Mossos en la Plaza Cataluña. Sólo hubiera faltado una víctima mortal para que hubiesen creado otro mito. Nosotros mismos cercenamos el principio de autoridad, más propensos a ponernos en la piel de los aún concentrados que en la de los comerciantes y vecinos que pagan religiosamente impuestos para que sus calles estén limpias y para que sus comercios sean competitivos. Pero nadie se atreve. Y la culpa no la tiene sólo el Ministro del Interior, que, metido en otros incendios partidistas, contemplaba desde un helicóptero junto a la ministra de Defensa las llamas que asolaban el suelo de Ibiza. La culpa la tenemos todos que incluso compramos los periódicos que dan la noticia o escuchamos los informativos que difunden la visita. Quien debería volar sobre Ibiza es la ministra de Medio Ambiente y no en mayo sino mucho antes. Los incendios se apagan en invierno con campañas de limpieza de bosques y cortafuegos. Así acabó Fraga con la plaga de incendios gallegos: trabajando en noviembre. Todo lo tenemos confundido y entremezclado, porque hemos perdido el sentido de Estado, que no es más que el sentido del bien común. Los principios de solidaridad, de patriotismo, de respeto que emanan de nuestra Constitución han sido abandonados por todos, no sólo por nuestra clase política. Prevalece lo «políticamente correcto», que no es más que una fórmula de cobardía. Se recuerda la masacre del Cuartel de la Guardia Civil de Vic –asesinos de ETA junto a asesinos de Terra Lliure– y el alcalde de la ciudad se ausenta. Pero nadie de Vic tendrá el valor de recriminárselo, ni la prensa catalana de denunciarlo. ¡Políticamente correctos todos! ¡Pero si eran Guardias Civiles y ya estábamos pactando que saliesen de Cataluña! ¡En el fondo, el atentado aceleró el traspaso de competencias! ¡Pero si los de Terra Lliure se han integrado en la vida política! Sólo derechos. El alcalde a irse de vacaciones. Los «okupantes» de nuestras plazas a continuar. Incluso en la valorada Institución Militar, la actual ministra, empeñada en que seamos como soñó Azaña, ha querido priorizar derechos sobre deberes. Aquí habré perdido otra de mis batallas, porque sigo creyendo que las gentes de armas, por el mero hecho de ser depositarias de la fuerza, se exigen voluntariamente, más que exigen a la sociedad que las sustenta. No nos damos cuenta, pero estamos socavando los cimientos de nuestra convivencia y podemos pagarlo caro. ¡Reaccionemos!

Artículo publicado en "La Razón" el 2 de junio de 2011