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Nos sorprende desagradablemente que un grupo de energúmenos intente secuestrar al Parlament de Cataluña o que otro invada con insultos en plena calle la imprescindible vida privada del Alcalde de Madrid. No es la rebeldía utópica de aquellos que comenzaron un 15 de Mayo un movimiento de «basta ya». Pero, por supuesto, hay una relación. Una reacción de este tipo nunca llega a ser monolítica por muy extendidas que estén las redes sociales y muy parecidas sean las demandas. El problema no está en los actuales lodos, sino en los polvos que durante años se han ido acumulando en el camino. Ayn Rand, la conocida novelista norteamericana, nacida en San Petersburgo como Alissa Rosenbaum, nos legó en su obra «La rebelión del Atlas» esta sentencia: «Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no le protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrá afirmar que su sociedad esta condenada».

Por supuesto sigo convencido de que la democracia debe apoyarse en unas reglas de juego, que el sistema lo sostiene un conjunto de instituciones a las que debemos apoyar, o relevar si es necesario, pero que no se puede sustituir por un movimiento de calle, más apoyado en emociones y sentimientos que en lógica política, fácilmente manipulable incluso por quienes lo han iniciado, en beneficio de sus propias ambiciones. Demasiados movimientos revolucionarios hemos conocido que comenzando utópicos han terminado siendo eternas dictaduras. Véase la «Cuba libre» de los Castro, que hasta nos contagió un tipo de bebida. También nos emocionaban las canciones de los sandinistas nicaragüenses: dense un paseo por Managua. Aquí en casa, aquellos progres barbudos, vestidos de pana, están hoy asociados a las fortunas insultantemente más grandes del mundo. ¡Sería un buen servicio proporcionar a los «indignados» servicios de hemeroteca y textos de historia clásica y contemporánea! Porque nada es nuevo bajo la capa del Señor. Pero si leemos que hay 70.000 millones de euros nuestros en paraísos fiscales que serían más que suficientes para dar liquidez al sistema financiero; si comprobamos que dos instituciones que deberían ser para nosotros dogma de fe como los tribunales Supremo y Constitucional andan a la greña y en una semana son capaces de dictar sentencias contrapuestas y nos dejan a un País Vasco en manos de una panda de forajidos que rápidamente han implantado su huella, para desazón de las gentes normales, para ahondar más en la herida de las víctimas de tantos años de terrorismo. Y si se ha querido cercenar la autoridad de padres, maestros, de la propia Policía; si se han diluido los necesarios canales de conexión entre autoridades estatales y autonómicas; si hasta los servicios contraincendios tienen carácter exclusivo autonómico, como si el fuego reconociese fronteras y lindes.

Todo debe recomponerlo esta sociedad condenada. No es malo que se empuje desde abajo. Pero debe ser canalizado desde arriba. Repito: son las reglas del juego. Pero los indignados tienen otros méritos que no esperaban. En las manifestaciones últimas vieron cómo se les incorporaban miembros de otras generaciones, los jubilados especialmente. Son los que después de haber trabajado décadas de sol a sol han visto menguados sus derechos, los que sospechan que acabarán pagando los platos rotos de una Seguridad Social antes boyante y hoy en dudosa viabilidad; son los que incluso sostienen física y económicamente a sus hijos y a sus nietos. Tampoco duden que han influido en el discurso político y en las intenciones y gestos de las nuevas autoridades autonómicas y locales. Si son inteligentes –y algunos demuestran serlo– recogerán sus razones, sabrán dar importancia a lo que de verdad tienen sus quejas. Una sociedad madura debe saber cohesionar estos movimientos de la calle con las posibilidades reales y legislativas del juego democrático. Quien sepa hacerlo tendrá nuestro reconocimiento y respeto porque redimirá a la sociedad de la condena que está sufriendo.

Artículo publicado en "La Razón" el 23 de junio de 2011