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Miramos al próximo 20 de noviembre como el posible primer paso para recuperar, por encima de todo, la confianza.

No hay palabra más repetida, más deseada en estos trémulos tiempos de incertidumbre.

Deriva del verbo «confiar», del latín «confidere», que a su vez deviene de «fides», «lealtad». Significa, en suma, tener fe en alguien, ser leal a alguien. Los sociólogos la definen como la opinión favorable con que una persona o grupo es capaz y desea actuar de manera adecuada; que «es de confianza», diríamos los soldados de a pie.

En recientes declaraciones, el que fuera presidente extremeño Rodríguez Ibarra, comentando el manifiesto etarra del 20 de octubre, decía: «Un país funciona bien cuando la confianza es la norma por la que se rige la convivencia; y la confianza es lo que más nos falta a los españoles». Y es sintomático que la biografía de Mariano Rajoy lleve por título «En confianza» y que uno de los «best-seller» de nuestras librerías sea la obra de Stephen Covery titulada «El factor confianza».

Al otro lado del Atlántico, en una semivacía Cumbre Americana, aquel antiguo y promiscuo cura metido hoy a presidente de una república hermana nos advertía: «España se hunde; miramos a China». Vamos, que había perdido la confianza en nosotros, igual que la decena de mandatarios que excusaron su asistencia.

Por esto miramos al 20-N como el posible primer paso para recuperar, sobre todo, confianza.

Porque la hemos perdido en nuestras instituciones y en el buen gobierno. La deseable separación de poderes parece que ha quedado para los estudiantes de Ciencias Políticas.

Hay muy serias dudas sobre el funcionamiento de la Justicia, salpicada por compromisos con el poder ejecutivo, utilizando códigos más partidistas que de Estado. ¿Concebimos aquí los tres años de cárcel impuestos al ex gobernador del Banco de Italia por especulación abusiva y uso de información confidencial? ¿Quién responde del fracasado aeropuerto de Ciudad Real o de las indemnizaciones millonarias de la CAM?

Lo malo es que el mal gobierno ha arrastrado incluso a una institución tan querida y necesaria para todos como es la Corona, vista hoy por cierto sector de la sociedad, demasiado cercana en actitudes y gestos a unos gobernantes que merecen más la mirada seca y adusta, que la complaciente sonrisa.

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A la ciudadanía le cuesta comprender cómo dos de los compromisos más significativos del Gobierno -el intento de internalización del programado «proceso de paz» vasco y el compromiso con los EE.UU de compartir su escudo antimisiles desde nuestra base de Rota, que en otro sentido es una lógica aproximación al centro de gravedad de la incierta primavera norteafricana- se han producido cuando se había extinguido la legislatura en nuestras Cortes Generales. Es decir, que pudiendo programar otras fechas eligieron precisamente las del vacío de poder legislativo. Todos sabemos por qué se hizo.

Y subyace respecto a ETA y al complejo problema vasco la desconfianza. Parece olvidada la primera amnistía total firmada por el presidente Suárez; parecen olvidados los seis comunicados de este mismo año, y las decenas de años anteriores, quebrados unilateralmente -Barajas, Palma de Mallorca, etc.- por una banda de asesinos que ahora pretenden presentarse como demócratas de toda la vida.

Como también le cuesta comprender al ciudadano, como tras treinta años de analizar cómo se podía cambiar puntualmente nuestra Constitución, ésta se modificó en una semana. Un rígido control de votos en Congreso y Senado, incluido el de la décima parte de sus miembros que hubieran podido pedir un referéndum, lo posibilitó. La lógica y estricta disciplina de contención del gasto que nos exigía Alemania lo hizo posible. Es decir, que cuando nos aprietan, podemos.

Lo que no conseguimos es que los españoles que atesoran euros en paraísos fiscales, en cajas de seguridad o debajo de las baldosas reintegren sus fondos para facilitar la imprescindible fluidez monetaria, que sigue siendo vital para nuestras administraciones, empresas y hogares.

Nadie confía en su entidad bancaria, en la empresa asociada, en el verdadero papel de la Bolsa. Nadie puede confiar en la letra impresa ni en informativos, porque no sabe a qué intereses o a qué campos pagados obedecen lo que nos dicen o escriben. Y a nivel personal se llega a desconfiar del compañero, del jefe, del subordinado. El «trepa» se ha constituido en figura universal, cotidiana, tristemente presente en nuestra vida política, económica y social.

Ya nadie confía en el acuerdo sellado con un simple apretón de manos, como hacían nuestros abuelos. Y no hablamos de la palabra de honor, porque éste es otro concepto que hemos desterrado de nuestro orden de valores.

Pero quedan gentes con honor, con fe, leales, buenos amigos. Quedan donantes de órganos, voluntarios que se van por nada a Somalia, misioneros que se pierden en el corazón de África, soldados que sin preguntar obedecen en Afganistán. Confiemos en todos ellos.

Como en las rogativas implorando la lluvia en tiempos de sequía, miremos al 20-N buscando -sobre todo- confianza.

Artículo publicado en "La Razón" el jueves 3 de noviembre de 2011