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El Congreso Nacional que celebrará el Partido Popular en Sevilla a mediados de febrero, abordará entre otros temas –entiendo que prioritariamente el final de ETA y las inmediatas elecciones autonómicas andaluzas– el fortalecimiento del concepto de nación española en el año en que conmemoramos los 200 de la promulgación de la Constitución de Cádiz, que, tras el fallido intento del Estatuto de Bayona, constituye el punto de arranque de nuestro ordenamiento constitucional.

Se trata en el fondo de recordar o de releer en clave actual que nuestra Constitución de 1978 se «fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», que completa en el mismo artículo segundo con: «y reconoce y garantiza el derecho de autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Es decir, habla de indisoluble unidad, reconoce las autonomías pero las condiciona a otro aspecto de la unidad: la solidaridad.

Este concepto de unidad es para mí fundamental. Entraña mucho más que grupo, partido, federación o conjunto. Bien lo entendieron quienes crearon los modernos Estados Unidos, partiendo de una confederación, o las potencias que fundaron las Naciones Unidas, que sucedieron a una fracasada Sociedad de Naciones. Nuestra propia UE es un intento aún no completado de integración, debido esencialmente a la insolidaridad.

Las gentes de armas llamamos desde hace siglos «unidad» a toda formación que entrañe mismo mando, conjunción de esfuerzos, sinergias entre sus componentes, mismos conceptos doctrinarios tácticos o estratégicos, misma asunción de espíritu de sacrificio, mismo orden de valores. Es bien conocido el espíritu de sacrificio máximo con que han operado a lo largo de la Historia las tropas del Arma de Caballería, o el que esgrimen ante el riesgo y la fatiga las de la Legión. Es porque llevan en sus genes el concepto de unidad.

Quien dio este nombre a la variadísima organización de formaciones militares, era consciente de que el concepto era fundamental para alcanzar cualquier victoria. Y difícilmente se ha podido batir a un grupo –Iglesia de Baler en Filipinas, Alcázar en Toledo– cuando el espíritu del grupo se ha mantenido firme y unido.

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La Iglesia no es ajena a este concepto. En el Credo repetimos «creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica». Prioriza la unidad a la santidad, a la universalidad, a la difusión del mensaje. No puedo por menos que recurrir al símil deportivo que, gracias a una serie encadenada de victorias, ha contribuido de manera notable a reforzar el sentimiento nacional. ¡Bienvenido sea! Pero me ciño al ejemplo de un equipo de futbol: el Barcelona. Es un ejemplo claro de unidad, que comienza en la formación y educación de sus cadetes en la Masía, crea una misma cultura capaz de absorber y contagiar a cualquier fichaje que llegue de lejos, e impregna a sus jugadores de un sentimiento que los hace difíciles de batir. Que incluso aceptan la derrota como un aspecto más de su formación, como la «lección aprendida» con la que afrontamos los militares nuestros errores y fracasos. De ahí nace el coraje imparable de un Puyol o el pundonor sin límites de un Iniesta. Por supuesto también se obtienen triunfos con otro tipo de formaciones. Una buena gestión económica puede posibilitar grandes fichajes. Pero necesitarán tiempo para conseguir la unidad, para integrarse, comprenderse, «jugar de memoria».

Porque unidad entraña no solo aptitud, sino actitud. Y volviendo a nuestra Constitución, la actitud entraña solidaridad. Ésta es la asignatura pendiente de nuestra democracia. Creo que parte importante de nuestra crisis procede de la insolidaridad entre nosotros mismos. Cada comunidad autónoma ha barrido para casa buscando su beneficio sin importar a quién menguaba. Se recurría a cualquier añagaza política para conseguir líneas y estaciones del AVE o nuevos aeropuertos, aunque supiesen que no podían rentabilizar un tren o que no había compañías aéreas dispuestas a utilizar, sin subvenciones, sus pistas. ¿A costa de quién se han producido estos despilfarros? ¿Quiénes pagamos las manipulaciones perversas de ciertas cajas de ahorro, muchas de ellas hoy en bancarrota? ¿Paliaría la crisis el contar con tanto dinero insolidario camuflado en paraísos fiscales?

Ahora que hablamos de reformas constitucionales, creo necesario pensar en el futuro papel del Senado. Seguro que ya se hace. Debería ser el crisol de esta solidaridad. Podría desprenderse de cualquier control que ya ejerciese el Congreso para dedicarse íntegramente al servicio de la unidad nacional. Cualquier asignación extraordinaria o beneficio concedidos a una Comunidad debería superar con luz y taquígrafos los votos de la Cámara Alta. Sería una forma palpable de «garantizar la igualdad en el acceso de bienes y servicios públicos, especialmente la Educación y la Sanidad» como reza el proyecto del Congreso de Sevilla.

Nación es unidad. Unidad es solidaridad. Nos dimos una Constitución que nos lo recuerda.

Artículo publicado en "La Razón" el 25 de enero de 2012