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Quizás no nos damos cuenta, pero en España y en Europa estamos en pie de guerra. Tampoco eran conscientes los bretones, irlandeses, franceses y castellanos que luchaban en plena Guerra de los Cien Años (1337-1453), como tampoco lo eran los católicos y protestantes escoceses, sajones, daneses y hugonotes que estaban librando la de los Treinta(1618-1648).

¡Ojalá la nuestra se ciña sólo a dos décadas! Porque hemos entrado en un ciclo en el que estamos estancados con tendencia al retroceso no sólo económico, sino en demografía y en valores. No somos conscientes de que debemos afrontar un nuevo modelo de «contrato social» que releve al surgido de la Segunda Guerra Mundial, que intentó poner límites al poder del capital basándose en la economía social de mercado y en el Estado del Bienestar como contrapuntos al sistema comunista. Mas hoy, no queremos entender que perderemos los derechos de este Estado del Bienestar si no somos capaces de entender cuáles son nuestros deberes, lo que sí asumen los países periféricos en desarrollo, a costa de trabajo y esfuerzo.

¿Creemos realmente que recuperaremos índices de crecimiento de hace dos décadas? ¿Creemos que hoy, por ejemplo, seríamos capaces de construir una red de pantanos como la que tenemos, la que palia esta sequía que padecemos? Hoy, discutiríamos si la propiedad de las aguas embalsadas pertenece a una comunidad autónoma, si las orillas son de otras y si los vertidos, cauces y cuencas son de terceras o cuartas en litigio.

Al precio que pagamos la gasolina, conscientes de que los carburantes fósiles se agotan, ponemos pegas a prospecciones al sur de Ibiza o al este de Canarias. ¿Es que creemos que Francia nos seguirá exportando kilovatios de producción nuclear toda la vida? ¿O que Argelia, no exenta de un rebrote político primaveral como los de Túnez y Egipto, puede suministrarnos eternamente gas de sus yacimientos saharianos?

Si la guerra ya es en sí una tragedia, más lo es el que no seamos conscientes de que la vivimos. A pecho descubierto nos enfrentamos a las trincheras de la crisis, el caos y el paro, pensando que la bandera y las armas de nuestros derechos nos hacen imbatibles.

De seguir así, desunidos, egoístas, viendo al Estado no como servidor y coordinador de todos sino como institución a someter, a chantajear , a estrujar al máximo, amenazándole con escisiones, independencias y secesiones en lugar de aportar esfuerzos y méritos comunes y si –en resumen– hemos dejado el patriotismo como residual virtud de carcas y nostálgicos, ¡estamos listos!

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No me extraña el éxito de la «Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano» de Edward Gibbon. Hay muchas similitudes comparando nuestros siglos XX y el reciente XXI con los III, IV y V romanos. Los dilemas a los que nos enfrentamos hoy tienen muchos puntos en común con los que vivieron aquellas generaciones, obligadas a aceptar el nuevo orden que imponían los llamados bárbaros.También la geografía pierde significado. En otras palabras, la geoeconomía sustituye a la geopolítica en lo que Amando de Miguel considera el comienzo de una nueva Edad Media para Europa, en la que mantendremos índices –económicos y demográficos– prácticamente estancos.

Puede que este desbarajuste brutal de la economía europea desemboque en una economía de bloques como la que se formó en el período entreguerras (1918-1936) que condujo a la Segunda Guerra Mundial. No olvidemos el estallido de 1929 a mitad de este periodo. Dios quiera que no. Que seamos capaces de aprender de antiguos errores.

Lo importante será saber construir una forma de globalización en la que quepamos todos, sin privilegios para unos pocos y sacrificios para muchos, tal como reclaman miles de voces «indignadas» o del propio Tea Party norteamericano. Occidente puede aportar economía del conocimiento, inversiones tecnológicas, experiencias históricas y humanismo a este bloque, cuyo centro de gravedad se desplaza hacia «zhongguo», nombre tradicional de China que significa «reino del centro». Pensemos que volverá a serlo, aunque hoy mantenga un vasto sector rural subdesarrollado, porque su rápido crecimiento económico ha alimentado –que no reducido– tensiones sociales y algún día deberá afrontar su particular revolución política interna no exenta de reivindicaciones periféricas procedentes de sus regiones más alejadas del centro de poder, porque la historia, tozudamente, se repite.

EE UU se mantiene y seguramente se mantendrá por su ejemplar cohesión interna, por el grado de satisfacción y patriotismo de sus ciudadanos, su confianza en el sistema político que les rige y por su capacidad de sacrificio. Su único problema consiste en convencerse de que no pueden actuar solos, que también tienen flancos descubiertos, como se manifestaron un 11 de septiembre de 2001.

Volvamos al punto de partida: sólo todos podemos salvarnos a todos, en esta «guerra de los 20 años» que –sin querer darnos cuenta– estamos librando.

Artículo publicado en "La Razón" el 11 de abril de 2012