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Como la vida misma, Menorca revive cada año, recién estrenado el verano, trozos entrañables de su historia que en algunos casos abrazan el mito. Arrancan –24 de junio–, coincidiendo con el solsticio de verano, con la alegría desbordada de las fiestas de San Juan en su antigua capital, Ciudadela. Y en dos semanas –9 de julio– recuerdan aún estremecidos, cuando en 1558 la ciudad fue asediada, asaltada y saqueada por una escuadra turca llegada de una alejada Constantinopla. Más de mil muertos en la defensa de la plaza y cuatro mil rehenes trasladados a Turquía para ser vendidos o esclavizados, es un balance demasiado costoso para ser olvidado en nuestros libros de historia. Para los biógrafos de Felipe II, la tragedia –una más– se inscribía en la guerra sin cuartel entre dos imperios. Para unos todo empezó en mayo de 1453 con la caída de Bizancio. Constantinopla defendida por bizantinos genoveses y venecianos era conquistada por los turcos. Se ponía fin al Imperio Romano de Oriente. La sede de la Iglesia Ortodoxa se trasladaría a Moscú y Europa perdía el acceso al mar Negro vía natural de comunicación con la India, ruta que navegantes portugueses y castellanos intentarán alcanzar por occidente.

Para otros comenzará en 1492 cuando los Reyes Católicos conquistan Granada y con el impulso de la Reconquista extienden sus posesiones al norte de Africa (Melilla, Mers-el-Kebir-Oran, Bujía, Trípoli). También llegan a estas tierras procedentes de la Península los derrotados o exiliados. Serán nuestros eternos enemigos. Menorca, como otras zonas de las islas y de la Península, se había adelantado en 1287 a la conquista. De un reparto de tierras realizado por Alfonso III entre los caballeros nobles que le ayudaron a recuperarla, arrancará uno de los mitos mas asumidos por la tradición oral.

Carlos V y Felipe II continuarán con la guerra que iniciaron sus abuelos, diversificarán sus esfuerzos con guerras dinásticas y de religión que también asolaban el centro de Europa. Parecía que el Mediterráneo era un frente secundario y ante situaciones económicas cercanas a la bancarrota, la Corona descuidaba el poder naval, intentando sustituirlo por la fortificación de ciertas plazas. Pero muchos puntos de la cristiandad, guarnecidos sólo por murallas medievales, no resistían los embates de una moderna artillería y sufrían periódicamente el azote de berberiscos y otomanos especialmente en las ciudades costeras. Una extraña alianza con turcos y berberiscos de la Francia derrotada en Pavía y San Quintín rompía desde 1521 el equilibrio de fuerzas, aun en tiempos de Carlos V. Tanto Ferdinand Braudel, como el contemporáneo historiador menorquín Miguel Ángel Casasnovas, sostienen que Francia no tuvo nada que ver con el asalto a Ciudadela en 1558. Pero lo cierto es que la escuadra de Piali encontró en puertos franceses cobijo en sus escalas.

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Omnipresente en las fiestas de San Juan, la Cruz de los Caballeros de la Orden del Hospital, hoy de Malta. Aquellos cruzados a la vez soldados, enfermeros y religiosos, sujetos a los votos de pobreza, castidad y obediencia tras ser expulsados de los Santos Lugares ocuparon Rodas en 1310 donde se mantuvieron hasta 1523. Siete años después Carlos V les concedió como feudo soberano las islas de Malta, Gozo y Comino así como Trípoli. En Malta resistirían heroicamente el Gran Sitio en 1565, preludio de la victoria de Lepanto en 1571, que ponía fin a la supremacía otomana en el mar. Sólo habían pasado 13 años desde que Ciudadela fuese arrasada en 1558.

Todo se funde conmemorando estas dos fechas, la fiesta y el dolor. Se mezclan fundamentos religiosos con la fiesta pagana y se reviven problemas históricos que apasionan a los eruditos. Reaparecen simbolismos vinculados a instituciones ya desaparecidas, pero que reviven con carácter mítico cada año. «Curiosa yuxtaposición de elementos y vestimentas dispares, de hechos inconexos, de evocaciones vivas del pasado, todo explicado solamente por una tradición intangible que perdura desde hace mas de 600 años», dirá con magistral palabra un historiador desaparecido, el padre Fernando Martí Camps.

Pienso con dolor en la España secesionista e insolidaria, en la que se nos quema cada verano; pienso en la gente sin trabajo, en la juventud sin ilusiones, en las primas de riesgo. Pero a la vez pienso en una España generosa en la caridad y en la donación de órganos, en la unida y alegre por un esfuerzo deportivo consecuencia de la calidad humana de un grupo de jugadores de fútbol que nos ha hablado como nadie de tesón, de fe y de éxito. Todo se funde como en nuestra propia vida –alegría y dolor–, cuando día a día va alejándose el solsticio de verano.

Publicado en "La Razón" el 4 de julio de 2012