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Mañana viernes los restos del difunto presidente venezolano Hugo Chávez serán retirados del Museo Histórico, adjunto a la Academia Militar en la que se formó como cadete. Días densos para el pueblo venezolano, continuación de unos meses de incertidumbre no exentos de ocultismo y que teóricamente se dilucidarán mirando al futuro, en las elecciones del próximo 14 de abril.

Mucho se ha escrito sobre la herencia política y social que deja Chávez, y no entraré en ella. Solo me detendré –preocupado– por el papel del Ejército, hoy y mañana.

He tenido muchos contactos con varias generaciones de militares venezolanos. Con tres de ellos compartí dos años en la Escuela de Estado Mayor de Madrid entre 1973 y 1975 y debo decir que eran unos oficiales vocacionales, muy bien preparados e inteligentes. Mi siguiente encuentro fue en Honduras en el marco de la Misión de Naciones Unidas para Centroamérica (Onuca), que mandaba el general español Agustín Quesada. La terquedad y sentido de la realidad de Quesada había conseguido que un batallón de paracaidistas venezolanos –por supuesto con armas– reforzasen al grupo de observadores que debíamos desmantelar a sandinistas y «contras» nicaragüenses que llevaban años en guerra, armados solo con una boina azul, una resolución del Consejo de Seguridad y una copia de los Acuerdos de Esquipulas cosidos con alfileres. El Venbat (Venezuela Batallón) dio la fuerza coercitiva que necesitaba la misión. Recuerdo la llegada a Toncontín, el aeropuerto de Tegucigalpa, en sucesivas oleadas de aviones Hércules C-130 a finales de abril de 1990. No olvidaremos los nombres de aquellos mandos –Barboza, Contreras, Héctor D'Armas, Jaime Puig, Raúl Torres...– En cuestión de días estaban distribuidos sus casi 500 efectivos. Custodiaban nuestros almacenes; destruían las armas confiscadas o entregadas, nos proporcionaban una indispensable seguridad. Soy testigo de su difícil trabajo en la Mosquitia Hondureña, y especialmente en El Almendro, una zona situada al sur de Nicaragua donde se desmovilizaron más de 6.000 «contras». Sin ellos nada se hubiera podido hacer.

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Pero, dos años después, nos enteramos de que estas mismas fuerzas paracaidistas habían dado un golpe de Estado en su base de Maracay. Al frente, un desconocido teniente coronel, Hugo Chávez, se rebelaba contra el segundo Gobierno de Carlos Andrés Pérez. Al parecer éste había dado una orden clara: «Péguenle un tiro», que alguien no cumplió. Allí nació el mito de un ser mitad creyente, mitad iluminado, convencido de estar tocado por la fortuna. Tras dos años de cárcel, el siguiente Gobierno de Rafael Caldera lo indultó. Pero en este tiempo de condena, los oficiales que se habían levantado, sin responsabilidades directas, fueron pasaportados fuera del país a otra misión de Naciones Unidas, esta vez en El Salvador. Nuevo reencuentro con otras caras, bajo el mando de otro general español, Víctor Suanzes, que mandaba la División Militar y el testimonio de más de doscientos oficiales españoles que sirvieron junto a ellos en la misma. No cito nombres porque no sé cuál es su situación actual. Eran excelentes oficiales. Debo confesar que entre las fuerzas paracaidistas ha existido siempre, y creo sigue existiendo, una cierta confabulación. Esto de andar de vez en cuando por las alturas, sin más defensas que el propio valor (o la propia inconsciencia) y la confianza en una preparación dura, nos aleja de la realidad. De hecho, la oración del paracaidista español comienza con un tuteo casi de camarada cuando invoca al «Señor Dios y jefe nuestro, ante el puesto que elegimos voluntariamente, venimos a ti...». Y en lo que aquí queda como alegato místico, en Chávez alcanzó cotas elevadísimas. Llegó a sentirse no solo hijo predilecto de Fidel, sino que sintió cómo Simón Bolívar «quería hablarle», cuando lo exhumó intentando descubrir su envenenamiento. Ahora Maduro ha insinuado el mismo discurso del veneno, por supuesto norteamericano, e interpretado también sus deseos: «He hablado con él; me ha dicho lo que quiere que hagamos; no ha muerto, sino que vive en el alma de nuestro pueblo».

¿Qué será de este pueblo sin Chávez? ¿Cuál será la evolución del Ejército sin su presidente comandante? García Márquez cuenta que éste relacionaba su caudillismo con los benéficos de un escapulario que siempre portaba, herencia centenaria de su bisabuelo materno –el coronel Pedro Pérez Delgado–, otro de sus héroes tutelares.

Pero vuelvo al Ejército venezolano. No hemos visto a sus generales gimiendo como los norcoreanos, pero han adquirido compromisos muy fuertes con una ideología política. Son demasiada «columna vertebral», lo que nunca da a la larga buenos beneficios democráticos. Es la sociedad la que debe convertirse en protagonista. Sociedad que debe abandonar prácticas viscerales y milagreras para dirigirse resueltamente a reconstituir una clase media, a ahorrar pensando en el mañana, a reinvertir. Eva Perón, el Che, el propio Fidel ahora el comandante Chávez, ya son historia. Venezuela necesita presente y futuro. Su Ejército bien lo sabe.

Publicado en "La Razón" el 13 de marzo de 2013