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«No nos mata sólo la oscuridad, sino también la indiferencia» (Miguel de Unamuno).

Escribí unas reflexiones la pasada semana con motivo de recordar la trágica jornada del 11 de marzo de 2004 en el que asesinaron a 191 inocentes e hirieron a otros tantos, algunos de ellos aún hospitalizados o arrastrando secuelas tras nueve años de dolor. Fue un día que cambió nuestro destino como pueblo. Pasamos de ser un país solvente y respetado, a ser hoy una sociedad que a duras penas sale de una quiebra económica pero sobre todo moral.

Y lo malo es que aún desconocemos el porqué de aquella masacre: si era una venganza por la foto de las Azores y por el compromiso con los Estados Unidos en Iraq; si fue consecuencia de las maniobras de Carod-Rovira en Perpiñán pactando con ETA, o si se encadenaron sucesivos fallos de los servicios de inteligencia. Quizás fue la conjunción de todo, con algo más que no alcanzo a concebir. Recuerde el lector cómo el asesinato de Kennedy o el de nuestro general Prim siguen sumidos aún en la oscuridad. Claro crimen de Estado, desencadenado con trágica contundencia en un momento clave, que paralizó los resortes del Estado de Derecho que no reaccionaron, o reaccionaron mal ante lo imprevisible. Ello permitió la usurpación inmediata de la voluntad popular, valiéndose de una serie de maniobras bien urdidas por desleales y bien explotadas en determinados medios de comunicación.

Rompe el alma comprobar cómo se han diluido responsabilidades , esquivado la búsqueda de la verdad ante un crimen cometido contra el tramo más débil de nuestra sociedad, como es el que está obligado a viajar en trenes de cercanías a las siete de la mañana. El riesgo formaba parte de la vida de Kennedy , de Prim o de cuantos dirigentes han asumido a lo largo de la historia responsabilidades de gobierno. Pero para nada debía incluir a aquellas gentes sencillas que habían salido de Alcalá o de El Pozo.

Rompí lo escrito, porque al dolor respondía con indignada acritud, algo que procuro no transmitir a mis lectores. Necesitaba enfriar juicios de valor, esperando que los actos que conmemorarían la masacre el mismo 11-M, transmitirían un mensaje de unidad y de respeto. Y no fue así. Un merecido reconocimiento a todos cuantos se dejaron la piel en cuidar a los heridos y dar digno trato a los fallecidos celebrado en la Puerta del Sol sólo contó con representaciones oficiales y con la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT). Su valiente presidenta se preguntaba aquel día: «¿acaso es normal que no estemos todos unidos?». Y no lo estaban. Otros andaban con sindicatos y oposición por otros lares, como si las víctimas hubieran sido seleccionadas y distribuidas por sus inclinaciones sindicales o partidistas.

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Pero si triste es la oscuridad, no lo es menos la indiferencia. Durante estos días se discute sobre la «doctrina Parot» y su influencia en la condena impuesta a una cincuentena larga de presos etarras y a otros condenados por graves delitos que acumulaban largas penas y años de prisión. Pues en determinados sectores de nuestra sociedad contaminados durante largos años, prevalece un concepto de buenismo y justificación, cuando ETA –que utiliza interesadamente a sus presos como baza– ni ha entregado sus armas, ni ha renunciado abiertamente a utilizar el terrorismo como instrumento de acción política.

Y nuestra opinión pública, que en 2004 consideraba en un 74% al terrorismo como una de sus preocupaciones, hoy debido a la angustia de las nuevas prioridades, sólo lo considera en un 1,3%. ¡Demasiado olvido, cuando hay tantas personas que aún llevan el dolor a flor de piel y sólo piden que se respete con dignidad a los sacrificados por el terrorismo, ya fuesen uniformados, ya fuesen concejales o simples militantes de una opción política, ya fuesen simples ciudadanos! Porque ETA sembró el dolor por toda España.

Con indiferencia sabemos encontrar justificación a nuestras cómodas posturas: «son varias asociaciones de víctimas y no están unidas»; «ETA ya no mata»; «han aceptado una vía política»; «un grupo de mediadores –bien remunerados– conduce el proceso de paz».

Como aceptamos fríamente que un 11-M que cambió completamente nuestra vida y del que pagaremos sus consecuencias durante años, agazapados moralmente tras los 35.000 años de condena impuestos a Jamal Zougam y a Trashorras. Como si los miles de años permitan sofocar el dolor de tantas gentes, que hoy sólo saben que no se utilizó Goma-2 en la masacre, pero no conocen exactamente el porqué del suicidio colectivo de siete supuestos terroristas en un piso de Leganés, ni tienen confianza en una sentencia de la Audiencia Nacional, que contenía una fuerte carga de contaminación política y no poco protagonismo mediático de su principal responsable judicial.

Oscuridad e indiferencia. ¡No cambiamos, don Miguel!

Publicado en "La Razón" el 20 de marzo de 2013