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La relación de Madrid -léase Gobierno central- con los dos archipiélagos españoles es una historia de amor y desamor. En el primer caso, la belleza de las islas es un atractivo turístico de primer orden, lo que genera riqueza.

Además, tienen el valor de la pertenencia al Estado y están situadas

estratégicamente, uno en el Atlántico y otro en el Mediterráneo.

En el segundo caso, son un cierto fastidio. Me explico. Al estar disgregadas por el mar, ocuparse de las necesidades de

los pocos habitantes que residen en ellas resulta caro. Y como las

reivindicaciones no paran de llegar (por ejemplo los problemas

de las conexiones aéreas o la reclamación de un régimen económico

especial...), al final los insulares son como la aldea gala de Astérix:

los conflictos se suceden.

Aquí estamos insatisfechos con el trato que recibimos y desde la

meseta se insiste en que las cosas van mejorando y que no hay para

tanto.

Y en estas estamos cuando al Gobierno le brillan lo ojos porque

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en el mar balear puede haber petróleo, por lo que, y sin encomendarse

a nadie, se programan cuatro proyectos para realizar prospecciones

sísmicas a la caza del oro negro. La reacción era de esperar:

los galos se rebelan en masa. Instituciones, partidos políticos,

entidades, ciudadanos... dicen un rotundo no. Tanto por el impacto

ambiental que suponen las pruebas como por la incógnita de

qué pasará si se encuentra el tesoro. ¿Nos convertiremos en unos

nuevos Emiratos Árabes? La primera consecuencia puede ser que

los turistas prefieran ver el sol que el crudo y se vayan por donde han

venido, mientras los residentes tengamos que buscarnos la vida

en una Reserva que puede dejar de serlo.

Por cierto, el 1 de enero de 1971, el «Menorca» publicaba un gran titular

en primera: «Petróleo en España». Si alguien quiere saber el final

de la historia, que se dé una vuelta por la costa de Tarragona.