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Una pequeña parte del mundo está llena de personas oscuras. Vacías. Ausentes. Negativas. Que calientan una silla que no ejercen. Que restan más que suman. Que no hablan. Ni dan la cara. Ni actúan. Ni se implican. Pero se quejan. Y hieren.

Todos tenemos a nuestro alrededor alguna de estas personas. Cobardes egoístas que rehuyen los malos momentos. Y se esconden. Y solo reaparecen cuando se despeja el horizonte, y sale de nuevo el sol. Personas para las que, como decía Mark Twain, «es más fácil quedarse fuera que salir».

Hoy hace ya una semana de la dimisión más sonada de los últimos años en Menorca. Y ahí siguen. Inmóviles. Con el pulso aún acelerado por la congoja, pero con una fuerte sensación de alivio recorriendo sus pulmones. Escurriendo el bulto. Como si nada hubiera pasado. Como si nadie se hubiera ido por ellos.

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Acostumbrados a no entrar, ni a salir, sino a apartarse. Para que entre el aire y nunca les coja enmedio. Que estarán siempre ocultos tras la puerta, dispuestos a cerrarla, pero con ellos dentro.

Mediocres que nunca litigan, ni batallan. Para no molestar. Pero rinden pleitesía cuando corresponde. Miserables sin coraza que nunca arriesgarán por los demás ni una parte de lo que tienen, por miedo a perder lo poco que son. Que solo piensan en ellos. Y no ven más allá de sí mismos.

Demasiados de éstos hay aún en nuestros entornos. Y en las instituciones. Hurtándonos un sueldo que no justifican. Cerrando los ojos a la responsabilidad. Levantando la mano al dictado. Y ensombreciendo a sus compañeros. A quien pelea. Y lucha. Y arriesga. Al que siempre está, aunque no le acompañe la dicha. Personas dignas, que se levantan una y otra vez. Y persisten. «Si sale, sale. Y si no sale, (decía Manet) hay que volver a empezar. Todo lo demás son tonterías».