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Hace unos años me encontraba en un monumental atasco en el centro de Londres. Como la cosa iba para largo, el conductor del taxi en el que viajaba me dijo que lo mejor era que fuera a mi destino a pie. Lo que más me llamó la atención es que en medio del lío apenas sonaban los cláxones.

Pasados los años viví una situación similar en Cagliari. En esta ocasión, el conduttore del autobús descendió del vehículo y se puso a discutir con un automovilista jaleado por buena parte de los pasajeros. Pasión latina, me dije.

La protesta, fruto de la indignación o enfado, es algo consustancial al ser humano. Lo que ocurre es que la forma de expresarse difiere según la cultura social o individual.

En estos tiempos en los que hay motivos más que suficientes para expresar el malestar o el descontento por la situación económica o social, cada individuo reacciona como le dicta su consciencia o inconsciencia.

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De hecho, la protesta o la confrontación es un ejercicio saludable, siempre que se haga pacíficamente y manteniendo unos niveles de respeto que no deriven en actos violentos. De la misma manera, es condenable la represión desmesurada que se ejerce desde los estamentos que quieren acallar las voces discordantes.

El pasado lunes, y como ya es costumbre, miembros del colectivo SOS Menorca acudieron al pleno del Consell para expresar su oposición a las rotondas de la carretera general. Hasta ahí, todo correcto. De hecho, desde el GOB se instó a que la acción se realizara en silencio.

La nota discordante fue cuando algunos de los manifestantes empezaron a proferir insultos, algunos graves, a los consellers del PP. Ahí, es cuando la crítica pierde fuerza y razón.

Protestas sí, pero a mí me gustan más sin que suenen los cláxones de la sinrazón.