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Desde que tengo uso de razón (o sin razón) como periodista he vivido los esfuerzos fijados para alargar la temporada turística. En el siglo pasado, el ideal era consolidar y prolongar los seis meses fijados en el calendario de los touroperadores.

Pasados los años, nos hemos rebajado las expectativas hacia el ideal de convertir tres en seis. Esperemos que no lleguemos a suspirar que los tres no se traduzca en dos.

En estos momentos, el empuje de las administraciones y de los sectores implicados se centran en que la llegada de turistas se prolongue lo máximo a lo largo del año. Todo proyecto tiene como objetivo la desestacionalización. Nada que objetar y aplausos a toda iniciativa que intente focalizar la Isla como centro de interés para que sea visitada.

Sin embargo, siempre hay un pero. Las ideas que se presentan o aparecen como ofertas solitarias fuera de temporada alta, van a paso de tortuga, no acaban de cuajar o permanecen en la incógnita de si, por ejemplo un británico o un alemán, se ilusionarán en coger un avión para venir a Menorca para ver... ¿Qué?

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De momento, no hay una ruta otoño-invierno-primavera consolidada y coordinada que merezca la pena arriesgarse a vencer un tiempo plomizo, ventoso o de frío que inunda la humedad.

Hay tiros al aire, solitarios, que de por sí no tienen éxito si no se desarrollan en un contexto que les abrace. Hay ideas aisladas que no tienen suficientemente tirón por sí solas o que se pierden en el infinito de la burocracia.

Un ejemplo. Las cuevas de Cala Blanca. No están ni se les espera

como elemento de atracción per se porque todavía están cerradas a cal y canto. Pero imaginemos que el milagro se produce y sus maravillas se abren de par en par. Por muy espectacular que sea el BIC necesitará de atractivos acompañantes en estado de revisión para que merezca la pena volar hasta sa Roqueta.