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España tiene un nuevo Rey. Se llama Felipe VI y está casado con una chica asturiana llamada Letizia (con z) cuyo abuelo fue taxista y cuya madre era sindicalista activa. El nuevo Rey se casó con esa antigua locutora de televisión, que ya conocía el rigor del matrimonio, y que ahora he devenido en Reina de España porque consiguió que sus armas de mujer hicieran efecto en el futuro rey. Ahora ya llevan diez años casados y tienen dos niñas. Viven juntos y parecen felices. Van al cine a menudo y se comen pizzas en restaurantes modestos de Madrid
El nuevo rey es hijo de Juan Carlos I el Monarca que ha posibilitado la acción democrática en nuestro país durante casi cuarenta años. Si nadie daba un duro por la continuidad de la Monarquía a la muerte de Franco pronto se comprobó el error de tal suposición. No solo ha durado esos casi 40 años sino que ha estabilizado un país rebosante de gilipollas y zumbados, un país cainita, envidioso y rencoroso, un país de desagradecidos, de tíos permanentemente cabreados, al que ha ayudado a desarrollarse tanto económica como socialmente hasta alcanzar cotas imposibles de preveer hace solo unas décadas. Además ha significado un ahorro tremendo para las arcas del tesoro ya que esa Monarquía ha sido muy barata en comparación con algunas repúblicas europeas desbordadas de boato y gasto.

Pero Juan Carlos I, al cual cualquier hombre debe felicitar por haber sabido vivir lo suyo, también consiguió más. Consiguió que los no monárquicos de tradición o pensamiento lo aceptaran por evidente conveniencia, porque su reinado propició algo tan esencial como es la estabilidad. Además ha sido un efectivo y perfecto representante comercial para la industria de nuestro país. Gracias a su gestión muchas de las empresas españolas se han situado en los últimos decenios entre las mejores y más activas del mundo.

Su única mancha negra ha sido la traición sufrida por parte de de su hija Cristina y algunas desgraciadas ocurrencias, ya en tiempos seniles, que han maltratado su imagen hasta hace pocos años impoluta. Pero eso no oscurece su grandeza.

Su hijo, Felipe VI, cual nuevo delegado comercial de una empresa llamada España, debe procurar continuar la línea de su padre para aumentar la venta de la marca España en todo el mundo. Hay que advertirle de que no se meta demasiado en políticas (el Rey reina pero no gobierna), debe alejarse del avispero nacionalista y debe de representar al país por encima de ideologías y partidismos para ser garante del cumplimiento de la Constitución. Debe ser sencillo y cercano al pueblo. ¡Ojalá pise la calle y se tome algunas cañas en los bares de los pueblos! ¡Ah! Importante: debe sugerir a su esposa que no se siga distorsionando el rostro con nuevos retoques a riesgo de llegar a ser ya irreconocible cuando su hija, la Infanta Leonor, acceda al trono de España. Los que la queremos bien deseamos poder seguir identificándola como aquella chica mandona pero sencilla y guapetona que hizo callar al príncipe el día que anunciaron su noviazgo. Y, como no, debe elegir lugar de veraneo para su familia. ¿Podemos sugerirle Menorca? Desde el sentimiento republicano: God save the King.