Y, por supuesto, no podía faltar la foto de las voluntarias con los colores de nuestro colegio mayor

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Suena la alarma que uso como despertador y me falta tiempo para alcanzar el móvil y apagarla (o eso creo hasta que vuelve a sonar cinco minutos más tarde durante los cuales «no» me he dormido). Así que adelantando eso de «a la tercera va la vencida», me levanto a oscuras pensando en cómo se me ocurriría apuntarme al programa de voluntariado un domingo por la mañana. En realidad, no es tan temprano, pero en un colegio mayor las noches se alargan entre tertulias, juegos de mesa o estudios. Aunque en mi caso fueron más bien las risas que nos echamos con los compañeros de pasillo mientras compartíamos una bolsa de palomitas entre diez. Así que me levanto sin encender la luz para no despertar a mi compañera (ya aguanta mis madrugones cinco días a la semana como para encima despertarla un domingo) y me preparo para bajar a desayunar. El comedor como era de esperar, está vacío menos por los futuros médicos, que tienen examen mañana y las dos chicas que tienen turno conmigo en el supermercado. Aunque el súper no está muy lejos, cogemos el bus, porque Lola se lesionó, y tiene que andar en muletas.

Cuando llegamos aún no está abierto, así que esperamos fuera con los abrigos abrochados hasta arriba porque hace mucho frío (por lo menos para mí, que la Tramontana era mi único referente respecto a temperaturas bajas). Es un súper pequeño, de esos de barrio donde va la gente a comprar imprevistos, cosas de último minuto y algún que otro capricho. Al entrar, Elena, que ya participó el año pasado y el anterior, se acerca enseguida a las bañeras (por lo visto así es como se llaman esas grandes cajas de cartón donde se ponen las bolsas de comida), y coge la lista que tenemos que rellenar del carrito donde están las bolsas para los alimentos y los panfletos. La gente ya va llenando el establecimiento, pero nosotras aún estamos un poco perdidas. La verdad es que no creo que recojamos demasiado. Llega la coordinadora del voluntariado y nos explica que debemos separar la comida en leche, legumbres, arroz, pasta, aceite, azúcar y varios, que en cada bolsa van cinco kilos y que apuntemos cada bolsa que llenemos. Nos preparamos, sacan una silla para Lola, que se asienta justo al lado de las cajas y se dedica a repartir los folletos con la información a todos los que entran. Con un «¡Buenos días!! ¡Estamos recogiendo comida para Navidad, Muchas Gracias!» saluda a todos los clientes. Mientras, nosotras esperamos a que alguien nos traiga la comida. Hace frío porque la puerta de la entrada está estropeada y solo cierra muy de vez en cuando y pienso que van a ser cuatro horas muuuy largas. Sin embargo, al cabo de cinco minutos, sale una señora mayor con dos paquetes de lentejas para nosotras. Le sonreímos y le damos las gracias, y así empezamos la primera bolsa.

Como si se hubiera roto el hielo, desde ese momento no paramos. Paquetes de macarrones, arroz, botes de aceite… Sobre las diez y media llega una mujer con una de esas cestas con ruedas rojas típicas de los supermercados pequeños llena a rebosar y nos la deja delante. «Para vosotras» dice, y se va. Casi no tengo tiempo de darle las gracias de lo sorprendida que estoy. De esa cesta salen tres botellas de aceite, cuatro paquetes de arroz, otras tantas de macarrones, algunas legumbres y una caja de galletas de chocolate. Después me doy cuenta de que la chica solo había venido a comprar un bote de champú que se lleva en la mano, y me pregunto cuándo dejé de creer que este tipo de generosidad era lo normal para que ahora me sorprenda de esta manera. Así, toda la mañana es un no parar de bolsas, gente y (para mí) sorpresas. Personas que al entrar nos dicen que llevan el dinero justo para lo que comprarán y al salir nos traen unas latas de atún porque con lo que les sobraba les ha alcanzado para colaborar; alguna que otra cesta llena como la del principio; un hombre viene con su hijo pequeño a preguntarnos qué es lo que más necesitamos para traérnoslo; una joven ha pedido que le saquen seis paquetes de bricks de leche del almacén porque ha visto que teníamos poca y en la nevera no quedaba; una señora me dice que la acompañe dentro para que cargue las cosas en la cesta porque ella no se puede agachar, y ha comprado trece botellas de aceite; una pareja, cuando le ofrecemos el folleto, dice que no lo necesita porque vienen a propósito a buscar alimentos para donar; gente que con la comida devuelve el panfleto para que lo aprovechemos y se lo demos a otras personas…

Sigue haciendo frío, así que en los pocos momentos en que no colocamos bolsas, no sé cómo acabamos bailando en la entrada al ritmo de los villancicos que suenan en bucle para ambientar la mañana.

Al final de la mañana hemos llenado dos bañeras y media con setenta litros de leche, cincuenta kilos de arroz, sesenta y cinco de pasta… además de galletas, turrón, chocolatinas y mil cosas que han traído mayoritariamente abuelas que, al comprar golosinas a sus nietos, han pensado también en los nietos de otras abuelas. Y creo que no soy la única que además se ha llevado una lección de vida. «La gente es maravillosa» ha dicho Lola cuando íbamos hacia el bus antes de añadir algo sobre dormir toda la tarde, y, aunque no comparto lo segundo porque los de arquitectura tenemos muchos trabajos que entregar esta semana, no puedo estar más de acuerdo con ella.