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Cuando la demanda de vivienda digna y a precio asequible se ha convertido en el primer problema social, agravado por la inflación y acentuado en las regiones turísticas como Balears, el Gobierno anuncia la aprobación de nueva Ley de Vivienda. Pero corresponderá a las autonomías limitar los alquileres y declarar las zonas tensionadas. El Consejo General del Poder Judicial elabora un dictamen contra esta nueva norma por invadir competencias autonómicas y «estatalizar el derecho a la propiedad privada».

Al mismo tiempo, el presidente Pedro Sánchez anuncia    en la Convención Municipal del PSOE, que el Consejo de Ministros aprobará mañana un plan para movilizar hasta 50.000 viviendas de la Sareb, conocida como el banco malo, destinadas a alquiler asequible. El objetivo de Sánchez, sin fijar plazos, consiste en que la vivienda pública llegue en España al 20 por cien, porque hoy solo es del 3 por cien, por debajo de la media de la UE que es del 9 por cien. El Gobierno actúa acuciado por el problema de la vivienda, pero una cosa son las intenciones, y otra, las consecuencias por la intervención pública en el mercado inmobiliario, donde persisten los contratos de renta antigua. Limitar el precio de los alquileres puede frenar el aumento alcista, pero también provocar la retirada de la vivienda de alquiler del mercado y aumentar los contratos con duración inferior a un año, que quedan fuera de este tope.