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Desde su fundación, Vox ha adquirido una notoriedad equiparable a la de otros partidos europeos de la extrema derecha. Su pujanza no es un fenómeno aislado, sino la réplica de un movimiento que se ha ido cocinando a fuego lento. En el caso de la formación de Abascal, salvo el estancamiento en Andalucía, hasta hace poco todo habían sido buenas noticias. Las elecciones municipales y autonómicas del 28M convirtieron a Vox en un actor clave. Con el modelo castellanoleonés como referencia, decidió irrumpir en los gobiernos autonómicos y el PP no le puso demasiadas trabas. A excepción de Murcia, donde el acuerdo ha sido imposible; y Balears, donde el PP gobierna en minoría, la formación de Abascal ha logrado áreas de poder y acuerdos programáticos relevantes.

El crecimiento de Vox se frenó en las elecciones generales del 23J, donde se dejó por el camino 19 diputados. Lejos de ejercer algún tipo de autocrítica, Abascal culpó a Feijóo del naufragio. El resultado avivó la lucha interna en el partido, donde su facción más moderada, representada por Espinosa de los Monteros, llevaba tiempo chocando con la facción más dura, representada por Jorge Buxadé e Ignacio Hoces, que lidera el sector más radical.  Espinosa tiró ayer la toalla y dio un paso atrás. La crisis en Vox es evidente, igual que su nuevo rumbo.