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Dino Gelabert
Hoy día a la biblioteca sólo se va a ligar. Ahora no está de moda estudiar ni consultar enciclopedias. La nueva oleada de estudiantes parte con el problema de que no se puede ir vestido de cualquier manera al sagrado templo de los libros y ese conflicto existencialista les apura hasta límites insospechables. Si no, no se entiende. Ya se sabe, la ley de la oferta y la demanda, en un mercado hormonal severamente alterado.

De entrada las niñas se la juegan exhibiendo unos zapatos con tacón, que las elevan a una altura considerable. Lo suficientemente alto como para que el tortazo que se peguen, si se da el caso, no pase desapercibido en todo el campus. Esto conlleva una gran expectación, para captar con la cámara un posible aterrizaje de emergencia con los morros, y un insoportable ruido que las acompaña, cuando en mitad del silencio sepulcral de la sala, salen corriendo porque alguien les llama al móvil. 'Clock, clock, clock'. De vuelta a la mesa intentan disimularlo pasito a pasito, pero sirve de poco, al cuarto se cansan y de vuelta al 'clock'.

Los niños no se quedan cortos. Hay quien se corta el pelo para ir a la biblioteca, quien estrena ropa y quien no acaba de saber muy bien cómo funciona lo del 'silencio, por favor'. Además, los niños saben que algunas niñas se ponen escotes desproporcionados para ir a estudiar, y ya les va bien para matar el tiempo. Y para colmo, lo de los tonos, politonos, músicas y demás.

En la biblioteca se dan varias competiciones. A ver quién recibe más llamadas o mensajes de texto, a ver quién fuma más o hace la mayor guarrada, cómo pegar los chicles debajo de la mesa. En Barcelona hay auténticos campeones olímpicos en el arte. Los hay, también, que parece que la nota que puedan sacar en su examen es directamente proporcional al grado de silencio que puedan lograr y entre tanto jaleo se calzan un 'shhhhhhhhh!' del 47 que salta automáticamente a la menor irrupción sonírica no prevista. Cansan, la verdad.

El colmo de la biblioteca es que los apuntes de la persona que está al lado siempre resultan más atractivos que los propios. Y al final, acabas hasta el moño de teléfonos, cigarros, tacones y guaperas, aprendiéndote apuntes ajenos y llegando a casa con la imperiosa necesidad de sentarte a escribirlo.