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La crisis económica hace su camino en Europa, en Estados Unidos y en otras regiones. No se detiene. Avanza de modo inexorable y en las cunetas van quedando miles de desempleados. Al tiempo que la recesión no se frena, se acrecienta el descontento social.

No se trata de retocar el dibujo del pesimismo con trazos más gruesos, pero la realidad impone que se avecinan meses duros. La semana pasada, más de un millón de trabajadores salieron a la calle en Francia para criticar la política económica de Nicolas Sarkozy. En Gran Bretaña hubo una concurrida protesta para oponerse a la contratación de trabajadores extranjeros. En otros países europeos se han registrado manifestaciones para rechazar los recortes en el ámbito laboral y social. No hay que descartar que España se vea contagiada por la ola de denuncia social que se extiende por Europa. Las razones son bien comprensibles: La crisis va comiéndose la tarta del bienestar y conquistas que requirieron años de reivindicación se esfuman y acentúan el clima de desconfianza hacia unos líderes políticos que, a su vez, se ven atenazados por la incertidumbre y la parálisis de los mercados que mueven -movían- la economía de la globalización.