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Es verdaderamente triste darse una vuelta por el puerto de Maó. Abundan los comercios cerrados con carteles que demandan algún tipo de operación inmobiliaria que los salve de la inac­tividad. La vertiente industrial, logística, gana terreno a la actividad turística de un espacio que se vende como reclamo al visitante, como joya de la corona, cuando en realidad está siendo víctima de un descuido endémico. La crisis ha golpeado a los comercios del muelle con contundencia. Los visitantes descienden en cantidad y liquidez, y los locales prescinden cada vez más de las alegrías de ocio sabatino. El estado actual del puerto no ayuda a invertir la tendencia. Es un puerto por el que los coches circulan pero no pueden aparcar y con una difícil conexión sostenible con la ciudad. No existe un paseo ordenado, amplio, adecuado, en el que puedan convivir en armonía terrazas, terraceros y viandantes. También son excesivos los inmuebles que reclaman una rehabilitación, edificios decrépitos con los que conviven unos empresarios que afrontan con estoicismo tasas nada simbólicas y, en ocasiones, alquileres prohibitivos. La confluencia de administraciones y los planes de tramitación infinita no ayudan en nada a solucionar el problema. Ahora sólo se habla de concesiones, descargas de combustible, fugaces cruceros y movimientos de lodo. Sobre todo eso, mucho lodo, un gran lodazal.