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La historia del arquitecto Jesús Manzanares y su proyecto de bodega, del que efectivamente desistió ante lo que él consideró trabas administrativas, reabre el debate sobre lo que se puede o no hacer en el campo menorquín, de sus alternativas de futuro, y de la normativa que deben cumplir todos los viticultores. Son ellos los que manifiestan sentirse encorsetados por la legalidad urbanística. Además, las trabas se pueden entender de diferentes maneras. Una cosa es que un proyecto sea obstaculizado o incluso rechazado en los despachos, y otra que muera antes de nacer por puro hastío. Parece ser que estamos en el segundo caso, y los propios empresarios reconocen que muchos inversores abortan las operaciones ante la complejidad de ponerlas en marcha. Si es así, no deja de ser criticable que no se atraigan o no se allane el camino a proyectos de cierto calibre que puedan revitalizar la economía insular, máxime teniendo en cuenta que en otros lugares esos mismos proyectos, que se ubican en el medio rural pero suponen también una inyección de recursos a través del turismo, llegan a contar con ayudas públicas. Hay actualmente municipios españoles que están a la greña por albergar un cementerio nuclear, no una bodega vanguardista, así que tampoco es extraño que el arquitecto se sintiera sorprendido y dolido ante las dificultades