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Ya sé que voy pasado de fecha, pero un viaje que me ha tenido lejos de casa en la última semana me ha retrasado en la práctica de una actividad cotidiana que realizo desde finales de marzo de 1976: la lectura demorada de este diario. A la vuelta, entre otras noticias que hubiera preferido no leer, me encuentro con el fallecimiento de don Jaime Cots. Por lo que le fui siguiendo en los últimos tiempos, su vida se extinguió como la vela de la fiesta de la Candelaria, que estaba a punto de celebrar: como los patriarcas bíblicos murió cargado de años y de merecimientos.

Parece mentira que aquel cuerpo enteco, que cada día se doblaba más, haya resistido tanto tiempo. Algo físicamente inexplicable si no se hubiera tratado de una "carcasa" que albergaba un espíritu recio, seguro, con una voluntad de hierro en la persecución del bien más preciado: el amor a Dios y a los hombres. Esa era la llama que le consumía, el motor que no le dejaba descansar, el ansia que impulsaba sus pasos (que no eran pocos, porque no he conocido un místico más activo, siempre de acá para allá, a la busca del hermano sufriente, de las dádivas que era necesario derramar).

Que alguien tan volcado en su actividad sacerdotal y que nunca se sintió atraído por lisonjas ni oropeles, por enjuagues ni maquiavelismos, se viera impulsado a hacerse cargo de un periódico que se hallaba en trance de desaparecer tiene que ser visto como un misterio incomprensible.

Pero no en el caso del senyor Cots. Bastó que alguien se acercara a él y le explicara que Menorca estaba a punto de quedarse sin su diario, que unos operarios se irían a la calle si nadie lo remediaba, que la Iglesia necesitaba contar con medios de comunicación social, que transmitir informaciones u opiniones era todo un servicio a la comunidad, que poner en relación a unas personas con otras constituía una ayuda ineludible al bien común…

No le importó el ignorarlo todo sobre el "negocio" ni calibró los "maldecaps" que le sobrevendrían el resto de su vida. Dijo "¡adelante!" y se echó a las espaldas un sinnúmero de dificultades que no se imaginaba. Pero aunque hubiera sido posible imaginarlas habría actuado de la misma manera, con esa mezcla de generosidad extrema y de inconsciencia confiada que le acompañó toda la vida.

En mis tres años al frente del "Menorca", ciertamente lejanos ya, le escuché llamar a la puerta incontables veces. Nunca irrumpió en el despacho para dar órdenes (y hubiera podido darlas). Se acercaba humildemente para transmitirme lo que otros le habían pedido, jamás lo que a él hubiera podido interesarle. Muchas veces no podía acceder a sus peticiones, porque ya antes me había negado a satisfacerlas ante sujetos deseosos de un trato de favor que, al tropezar con la "paret seca" que era yo, recurrían insidiosamente al propietario (no vale la pena poner nombres, cuando han fallecido casi todos).

O no coincidían nuestros planteamientos en aquellos años complicados, ¿pero cuando no es complicado laborar en un diario que quiere ser de todos y que acepta el sacrificio de no inclinarse ni siquiera ante los más cercanos?

Siempre terminaba igual la conversación: "Me han pedido que se lo diga y yo lo hago, pero no obstante usted resolverá" (siempre nos tratábamos de usted, porque me parecía un anciano… y tenía los mismos sesenta años que yo cargo ahora).

Salía con los hombros encorvados, como quien ha cumplido una de esas ingratas misiones que, como sacerdote volcado en los problemas ajenos, le habría tocado realizar innumerables veces. Pero no queriendo saber más del asunto, porque su corazón estaba en otra parte, mas ¡ay! no pudiendo librarse de la carga de saber y de tener que actuar, porque no entraba en su bondad el no volver la espalda a nadie.

No me referiré a otros aspectos de lo que fue su vida apostólica, social y caritativa que ustedes conocen mejor que yo. Solo quiero poner de manifiesto que, gracias a su desprendimiento y a su abnegación, Menorca tiene un diario sólido y digno en el seno de una empresa que ha tomado un vuelo considerable, para no defraudar las esperanzas de quienes se acercan a ella y de quienes se han volcado en lograrlo; que cuando hacía falta mediaba entre opiniones internas divergentes, con todo el sufrimiento que para él suponía, porque con las heridas ajenas derramaba sangre propia; que cada error o desatención nuestra le producía una pena muy honda, porque cargaba con las faltas de los demás y nunca te las echaba en cara… Fue un hombre bueno (tal vez un sacerdote santo, no sé de eso), cuyos humanos defectos no pueden tomarse en consideración ante la magnitud de sus virtudes y la conciencia de su pequeñez.
A estas alturas se encuentra sin duda entre nubes de merengue, como bromeaba que le gustaba imaginarse el cielo.