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El general Alejandre escribió hace unos días en el periódico la Razón (12/02/2010) y reproducido en Es Diari de 13/02/2010, un artículo crítico con las recién aprobadas Ordenanzas Militares. El ex-jefe de Estado Mayor del Ejército, basándose en las opiniones de un general y un brigada vertidas en la revista Ejército, considera que en las últimas promulgadas hubo presiones partidistas y por tanto omisiones intencionadas, cuando éstas, con el Ejército, deberían plantearse como una cuestión de Estado y desde esta óptica sujetarse a normas comunes, además de objetivas, gobierne quien gobierne, sirviendo este principio para conseguir, además, unas F.A.S eficazmente operativas.

En esta tesitura, el general Alejandre pone como ejemplo de objetividad las famosas Ordenanzas de Carlos III. En primer lugar por su dilatada perduración en el tiempo, -casi dos siglos- y en segundo por su modernidad y altura moral.

En este artículo me gustaría plantear algunas cuestiones críticas respecto a aquellas normas nacidas en 1768.

He estudiado en profundidad la época del Tercer Carlos (corresponde realmente a mi especialidad historiográfica) y dedicado algún tiempo (un par de años) a analizar durante aquel reinado lo que en España se ha denominado siempre "la cuestión militar"; la intervención de los militares en la política y la presencia de los políticos en el hecho militar, casi nunca de manera afortunada, y más concretamente en la redacción de las famosas ordenanzas que (también) tuvo sus más y sus menos como han tenido las últimas.

Quiere decirse que ya entonces hubo presiones como las ha habido ahora y peleas de gallos tanto entre los políticos y los miembros militares de la Comisión de Ordenanzas o entre estos últimos mismamente, también muy politizados y sirviendo desde la órbita militar como correa de transmisión de las tendencias (que no partidos) políticas del momento. En efecto: dentro de la Comisión había personajes para todos los gustos, desde el muy conservador y aragonés tozudo, conde de Aranda (por más que algunos lo consideren un masón, opinión con la que no estoy de acuerdo por más que el conde coqueteara en París con esta secta). Aranda fue presidente de la Comisión pero estaba ocupadísimo como Capitán General de Madrid reprimiendo los flecos del motín de Esquilache (el tejerazo de entonces), como para encargarse de los trabajos de la Comisión. En el lado opuesto del espectro se encontraba el levantisco teniente general Alejandro O'Reilly, enemigo acérrimo del aragonés que le apodaba "el Chueco" (estaba cojo como consecuencia de heridas de guerra).

O'Reilly en dicha Comisión consiguió llevar el ascua a su sardina. Pude ojear en su día los borradores que manejaron los comisionados y en ellos se observa de todo. Como por ejemplo una propuesta de crear un Ejército al estilo de lo que luego se verá en la Revolución Francesa, aquello que se denominó "le soldat citoyen o "le peuple en armes"; propuesta presentada por los elementos más radicales de la Comisión, opción que, obviamente, no prosperó.

Al final (como siempre) todo acabo en una solución de compromiso, en el fondo una selva legal a la que le faltaba la unidad de un código, aunque tampoco hay que extrañarse, el derecho codificado no aparece en Europa hasta el Code Napoleón de principios del siglo XIX, que acabó con las llamadas Recopilaciones, repletas de leyes contradictorias, lo que derivaba a un sin fin de injusticias y eternizaba la duración de los procesos (claro que hoy tenemos códigos y también se eternizan, pero en fin, otras son las causas).

En fin, que las ordenanzas de Carlos III resultaron un pastiche "una amalgama de principios" como la denominó Vallecillo a mediados del XIX:

"(...) una amalgama de principios radicales opuestos, efecto de la lucha sostenida por sus liberales e ilustrados redactores, con las exigencias del tiempo en que legislaron, y esa incalificable diseminación de materias que tanto dificulta su cumplimiento."

(VALLECILLO, Antonio. Comentarios históricos y eruditos a las Ordenanzas Militares expedidas en 22 de octubre de 1768, Madrid, Imp.de D.P. Montero, 1861)

Por otra parte eso que se denominó "Ordenanzas de Carlos III" hasta su derogación en el actual reinado, no eran más que los restos de las antiguas. En los años cincuenta del siglo XX ya sólo quedaba en pie el tratado II de las primigenias (cuyos otros siete tratados, de los ocho con que contaba, habían sido ya derogados o al menos habían quedado en desuso).

¿Cómo podían durar, por ejemplo, los tratados IV y V en los que O'Reilly consiguió colocar su querida táctica prusiana, si una táctica que triunfa y se pone de moda en una contienda queda inmediatamente anticuada para la siguiente después de que todo el mundo la adopte? De hecho, en la segunda edición de las Ordenanzas publicada en 1793 ya habían desaparecido los tratados correspondientes a la aplicación para Infantería y Caballería de dicha táctica.

Cierto es, desde luego, que el tratado II, verdadero código moral moderno, que sobrevivió como ordenanzas hasta Juan Carlos I, tenia una objetividad a toda prueba. No correspondía a principios de la época sino que se basaba en la condición humana, además de estar redactado en un castellano florido producto de la pluma del teniente coronel secretario de la Comisión, Antonio Oliver Sacasa (que por cierto, estuvo luego como brigadier en la toma de Menorca en 1781-82).

Uno de los elementos más modernos de este tratado II, corresponde a un matiz que a la nobleza antigua no le gustó: se establecía que, si bien el noble nace tal por la cuna, tiene que demostrar su alcurnia con merecimientos. A la virtus nobiliaria había que añadir el mérito. Nace así el concepto de "el oficial de mérito especulativo y experimentado" una síntesis universal de lo que debe ser el buen oficial. No por casualidad la Orden de Carlos III, que fue instaurada por aquella época, lleva en el centro de su placa una Inmaculada a la que rodea un lema: "Virtute et Mérito". Tampoco es casualidad que muchos Grandes de España (que militaban en la facción ultraconservadora de Aranda) hicieran una sorda oposición a la implantación de la nueva Orden (y también a las Ordenanzas), en la línea de "mi mérito, como la virtud, es innato, no adquirido y nadie tiene que leerme la cartilla". Tampoco gustó a los Grandes el detalle con el que describe en las Ordenanzas la ceremonia de degradación de un oficial que hubiera delinquido.

Del soldado también se ocupa el tratado II, a quien se le reviste de dignidad y sobre el que se dice, entre otras cosas, que el mando debe tratarlo "de forma graciable aun cuando lo reprenda".

Desde luego el tratado II contiene principios muy modernos y humanistas, acordes con las ideas filantrópicas de la Ilustración, que contrastan, sin embargo, (y de ahí la amalgama de la que hablaba Vallecillo) con el tratado VIII, el de las leyes penales, en el que todavía se contemplan castigos tales como cortarle una mano al soldado que en campaña se entregue al pillaje.

En fin: que ayer como hoy, no es oro todo lo que reluce y, visto el panorama, se puede decir que, en punto a Ordenanzas, desde Carlos III estamos en casa.

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