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Se suele focalizar en la clase política cuando se habla de corrupción. A priori, el político actúa con la vista puesta en el interés general sin perseguir más lucro que la satisfacción del deber cumplido. De ahí el protagonismo que adquieren los servidores de lo público cuando se salen del guión, tan arrollador que eclipsa a los actores secundarios. En buena parte de las corruptelas de las que se va teniendo noticia, son empresarios los que interpretan estos papeles. La lectura de las presuntas irregularidades que motivaron el sobrecoste del Palma Arena provoca cuanto menos sonrojo. Como muestra un botón, por la fabricación e instalación de una lona que cubría parte del techo del velódromo la UTE encargada de su ejecución abonó al proveedor una cantidad cercana a los 700.000 euros (beneficio industrial e IVA, incluidos) pero al facturar dicho servicio al Consorcio, creado para gestionar el proyecto, el precio pasó a ser de 1.800.000. Dicen las malas lenguas que esto pasa bastante en la ejecución de obra pública (seguro que también en la privada) y aquí estamos todos tan tranquilos, permitiendo que nuestros impuestos sirvan para engrosar la cuenta de resultados de empresas con pocos escrúpulos, las fortunas de sus propietarios y las de los políticos, que en connivencia con ellos, alientan el chanchullo.