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Acaba de celebrarse el día 19 de marzo, el día del Padre. No conocemos el origen de esta celebración, pero parece una buena oportunidad para invitar a la reflexión sobre las implicaciones de la paternidad, en nuestra cultura y en nuestro tiempo.

No deja de ser un poco sospechoso el hecho de que se celebre más a la madre que al padre. ¿Será porque en el fondo reconocemos que la tarea de la crianza y educación de los hijos recae más sobre las mujeres que sobre los hombres?
¿Qué significa, entonces, ser padre? Para algunos, posiblemente la tarea de ser padre se limite a proveer los bienes materiales necesarios para el sostenimiento de la familia. Otros añadirán la dirección de los asuntos familiares: ser guía y cabeza. Al padre se le debe honra, pensamos, porque a él corresponde la responsabilidad principal de sacar adelante a la familia.

La mujer –la esposa– criará a los hijos para que sean como su padre: fuertes y responsables, y a las hijas para que sean como ella: un modelo de virtudes domésticas.

Gran parte de las tensiones que las familias experimentan hacia el interior en nuestro tiempo tienen su origen en la crisis del modelo de la familia tradicional. Desde que la mujer comenzó a incorporarse al mundo laboral –como consecuencia del cambio del modelo económico de uno centrado en el sector primario a otro que se orienta más hacia la industria y los servicios– el hombre ya no es el único que provee al sostenimiento material de la familia. Además, la mujer busca ahora tener una educación superior, no solamente para tener un título que le permita obtener mejores ingresos, sino porque la formación profesional y cultural es una aspiración noble, a la que toda persona, independientemente de su sexo o condición social, debe aspirar. En algunos casos, es la mujer la que saca adelante económicamente a la familia, porque el padre ha perdido el trabajo o porque ha quedado incapacitado, o porque tristemente –todo hay que decirlo– ha abandonado sus responsabilidades.

Ser un buen padre en el siglo XXI, sobre todo en el medio urbano, exige tomar en cuenta esta nueva realidad. Al padre de familia de nuestro siglo le corresponde adoptar un estilo de dirección menos autoritario y más orientado al servicio y a la colaboración con la esposa.

Salvo pocas excepciones, no podemos decir que existan tareas exclusivas de la mujer o exclusivas del hombre en el hogar. Sobre todo en la educación de los hijos, los padres tienen tanta obligación como las madres de velar porque sus hijos se formen rectamente. El hombre no puede delegar en la esposa la asistencia a las reuniones de padres de familia del colegio, o ayudar a los hijos en sus tareas escolares, por poner un par de ejemplos. Y las mujeres deben aprender a hacer pequeñas reparaciones domésticas; de hecho, la gran mayoría de ellas ya lo hacen, y con frecuencia mucho mejor que los hombres.

El padre de familia de nuestro siglo deberá estar más abierto a la posibilidad de que su esposa trabaje fuera del hogar, o bien en labores que no son exclusivamente domésticas. No es fácil para una mujer que tenga la legítima aspiración de desarrollar una carrera profesional hacer compatible ese deseo con la necesaria atención del hogar y de los hijos. Una sociedad que se preocupe por el bienestar de las familias debería crear el marco legal adecuado para que las mujeres que deseen trabajar puedan hacerlo, sin tener que descuidar sus obligaciones como madre y como esposa. Y un padre que quiere lo mejor para su familia debe apoyar a su esposa en sus proyectos, que al fin y al cabo, son para el bien de todos.