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Uno de los "dogmas" democráticos, desde Montesquieu, es la independencia del poder jurídico respecto al ejecutivo y al legislativo.

Precisamente dicha independencia es la máxima garantía de las decisiones democráticas, especialmente cuando se margina el derecho natural. En este caso la única pauta de conducta pública es la ley, emanada de los parlamentos, pero sometida siempre al poder judicial, incluso en el ámbito de las decisiones gubernamentales. Los ciudadanos, y las otras instancias de poder, en los regímenes democráticos han de profesar confianza en las decisiones judiciales, sean o no favorables a sus intereses particulares, aunque también las personas que lo administran lo han de realizar con trasparencia y ejemplaridad.

Sin embargo la ordenación del poder judicial de un estado presenta indiscutibles problemas, siendo el más importante la elección de las personas que lo ejercerán, especialmente en la composición de los altos tribunales, que nunca deberían politizarse.