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Yo lo quiero entender, de verdad. Me esfuerzo. Intento mirarlo desde mi punto de vista -esto es fácil-, después intento hacerlo desde el de la feminista o el feministo más comprometida o comprometido, desde el o la profesional de un servicio de atención a la mujer maltratada, desde el de mi abuela o abuelo, que en paz descansen ambos, ¡huy, perdón!, ella y él, que ya se me ha colado un "masculino pretendidamente genérico que invisibiliza a la mitad de la humanidad". Lo intento y lo vuelvo a intentar pero no lo consigo. He de reconocerlo. Me falta inteligencia o sensibilidad o ambas cosas, pero lo del Ministerio de Igualdad escapa a mi entendimiento. ¿No sería suficiente con vigilar que se cumplen de manera efectiva las leyes que consagran tan estimable principio?¿Inspeccionando y sancionando convenientemente cuando no sea así? ¿Ayudando a las familias para que puedan educar a sus hijos?¿Dotando suficientemente a las escuelas para que puedan conseguir la excelencia en la transmisión de conocimientos y valores? Pues parece que no, que hay que tener un ministerio, con su ministra o ministro, sus directores generales, sus funcionarios y funcionarias y sus correspondientes gastos corrientes desde el que, entre otras cosas, nos adviertan del peligro de algunos cuentos.