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Amigo lector, sé que no debería, pero te tengo que pedir un favor. Si ves a mi madre, dile que soy narcotraficante o cazador de especies protegidas o pianista en un burdel o vendedor ambulante de bebés. Al por mayor, si lo prefieres. Pero, por lo que más quieras, no le digas que soy periodista, que la pobrecita mía se piensa que desempeño una ocupación de prestigio, respetada por la sociedad y que conlleva una gran responsabilidad. Vamos, lo que vengo a decir es que un periodista, periolisto o no, está muy mal visto, como un carroñero del chismorreo que vendería su propia alma por un burdo rumor que le asegure una exclusiva. A nuestra vera, Satanás parece Heidi campando alegre por las montañas. Nuestro día a día, amigo lector, está lleno de soplagaitas que empañan cualquier atisbo de reputación que podamos llegar a tener los que vivimos a golpe de teclado y ratón. El ejemplo más claro son los fulanos y las fulanas que se gritan en un programa de televisión, pasándose por el forro si lo que dicen es verdad o no y si pueden hundir socialmente al individuo del que hablan.

Estos sí que son carroñeros.

Esta subespecie no ayuda a la profesión, que a menudo se topa en mitad de una conversación tal que así: "Soy periodista", dice un individuo, a lo que la individua en cuestión responde "¿Ah sí? Así que te gusta la prensa rosa…". Lástima, parecía una chica simpática. Pero otra causa que corroe nuestra imagen es el tema de la veracidad. Los periodistas, según los que nos consumen, nunca decimos la verdad. O al menos, no toda. Cuando ocurre algún hecho noticiable nuestro deber es zambullirnos en él y buscar qué, cómo, cuándo, dónde y por qué ha pasado. Eso quiere decir que nos aferramos a uno o varios testimonios. Si topamos con un mentiroso compulsivo, o alguien al que no le interesa del todo que se sepa realmente qué ha pasado, la cagamos. Hay tantas verdades como individuos. Por eso nunca solemos acertar y caemos mal.

Como el otro día, en el que hubo un accidente, y, como es mi deber como informador a sueldo, me paré a preguntar. Al policía de turno no le hizo mucha gracia que me identificara como periodista para justificar mi curiosidad. Además, como era de noche, iba armado con la espada láser que les acompaña en cualquier intervención nocturna. A mí me pilló sin mi bolígrafo de batalla, así que tuvimos que posponer nuestra pelea Jedi para otro momento.

Caemos mal, amigo lector, pero sabemos cosas. Muchas cosas. Sabemos lo que haces, lo que hace tu vecino y probablemente lo que hace tu jefe. Lo sabemos antes de que pase. Yo, si fuera tú, procuraría caerme bien. Por si acaso.