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El caso de Menorca

Menorca pasó a manos de Inglaterra en 1713 por el artículo 11 del tratado de Utrecht. Al poco, llegó a la isla el duque de Argyle, plenipotenciario de la reina Ana y primer gobernador propietario de la Menorca británica, que traía bajo el brazo papeles tranquilizadores para las autoridades locales. Por un lado confirmaba sus libertades, usos privilegios y religión como los poseía la isla del tiempo de los Austrias y, por el otro, concedía a los puertos menorquines la franquicia de comercio, que tanto afectaría positivamente a un sector económico de la isla, el comercio exterior, sobre todo partir de la segunda dominación británica entre 1763 y 1782.

Además se nombró a dos síndicos menorquines, un laico y un eclesiástico, Francisco Sanxo y Miguel Mercader, para que pasaran a Londres a informar sobre pormenores de la isla. Sus alegatos convencerían a las autoridades de Londres de la complejidad de la sociedad isleña, por lo que decidieron que era mejor no meneallo. Sobre todo porque lo único que les interesaba de Menorca era el puerto de Mahón y eso lo tenían garantizado manu militari.

Esta medida, la de respetar las libertades, cobra importancia histórica porque como consecuencia de ello la isla permaneció legalmente libre del centralismo borbónico hasta bien entrado el siglo XIX (1837) por diversas circunstancias, pero sobre todo por esta iniciativa originaria que libró a Menorca de los vigorosos decretos de Nueva Planta con los que Felipe V, el primer Borbón español, castellanizó legalmente a toda la España periférica.

Recuperada luego la isla por las armas españolas en 1781, se reunió una sección del Consejo de Castilla (el llamado Consejo Particular) para decidir que se hacía con la legislación menorquina, a todas luces ajena al modelo centralista vigente entonces.(1)

El Consejo Particular se tomó tres meses para reflexionar sobre el expediente de Menorca y al fin, el 13 de septiembre de 1783, emitió su dictamen aconsejando prudencia en los cambios, aunque proponiendo eliminar todos los vicios legales que pudieran haberse introducido durante la administración británica. En su argumentación (detrás de la cual está, no lo olvidemos, el conde de Campomanes, gobernador del Consejo y un Ilustrado), destaca la prudencia con la que se aconseja adoptar las variaciones necesarias para adaptar el fuero de la isla a la legislación española vigente, para lo cual se recomiendan "medios suaves", haciendo gala de un pragmatismo ecléctico y cauto. En este sentido el Consejo evitara toda alusión al término Nueva Planta, utilizando eufemismos tales como "providencias actuales, que están tomadas para mejorar el gobierno de todos los pueblos de la Península, etc. etc."

De hecho, comprobamos que el espíritu del dictamen del Consejo Particular sobre Menorca, coincide con el talante conciliador general de todos los gobernantes que se ocuparon del asunto, tanto desde Madrid (el conde de Floridablanca) como desde Menorca (el gobernador Cifuentes), es decir, prudencia y tacto.

Remitido el dictamen directamente al Rey como era preceptivo, el Consejo Particular nunca recibió respuesta del Monarca. O bien Floridablanca influyó en esta omisión, evitando que el Soberano emitiera su Real Resolución para que fuera publicada en el Consejo, o simplemente -como nos tememos- la iniciativa de la consulta había sido suya y el Rey se limitó a servirle de instrumento. De hecho, hizo lo que pensaba hacer: apropiarse de algunas de las ideas contenidas en el dictamen y aplicarlas (con el consentimiento del Rey) por la vía ejecutiva, pero sin cambiar un ápice la legislación menorquina.

En efecto: en algunos casos las opiniones del Consejo coincidieron con las medidas reales tomadas por Moñino, todas ellas de contenido desdibujado, poco ordenancista, ecléctico y pragmático, lo que no permite situarlas en un contexto claro de continuismo o radical ruptura en relación con el nuevo ordenamiento de la sociedad menorquina, contras-tan do así con aquellos vigorosos decretos de Nueva Planta de tiempos de Felipe V, fruto, desde luego, de una situación política diferente.

Lo cierto es que nada se había hecho, ni se haría en el futuro. Al menos hasta bien entrado el siglo XIX. En efecto, cuando Menorca fue devuelta definitivamente a España en 1802 por el tratado de Amiens, tras el paréntesis británico de 1798-1802, se desempolvó el asunto y se le encargó nuevamente al Consejo de Castilla que dictaminara. Los consejeros debieron enfrentarse con el voluminoso legajo, lleno de términos, ideas, rogativas y cuestiones suscitadas veinte años atrás, que no debieron ni entender ni tener ganas de descifrar. Por ello optaron por el camino más corto: dejar las cosas como estaban antes de la última dominación inglesa:

De esta manera se resolvió de un plumazo el largo contencioso y la situación provisional, ambigua y ecléctica, que se mantuvo desde 1782 a 1798 adquirió fuerza de ley y, a excepción de pequeños retoques, mantuvo un sistema legal obsoleto, contradictorio y viciado que no se correspondía, ni con la realidad de su contexto socioeconómico, ni con las corrientes que fluían en su entorno, por lo que esta situación duraría relativamente poco, hasta que la isla se incorporara a la dinámica de su sociedad globalizadora (la española) y entrará en el proceso de profundos cambios que se produjeron con el advenimiento del régimen liberal, tras las convulsiones de las tres primeras décadas del siglo XIX. En efecto: tras la promulgación de la Constitución de 1837, Menorca entró en la órbita legal del resto de España: las Universitats se convirtieron en Ayuntamientos a la manera de Castilla, desaparecieron los batlles como representantes de la justicia real y se crearon los juzgados de primera instancia y la figura del subgobernador político (dependiente de Palma), separado del gobernador militar que desde entonces sólo mandaría en el ámbito castrense.

Cierto es que hubo un intento de castellanización durante los años de la Guerra de la Independencia (1808-14) y luego en el Trienio Constitucional (1820-23) pero el centralismo en Menorca realmente se consolidó desde 1837 y más adelante con la creación, en los cuarenta del XIX, el sistema provincial que ha perdurado hasta el advenimiento de las autonomías.

(1) Los debates del Consejo Particular sobre qué hacer con Menorca se encuentran en: Archivo Histórico Nacional, Consejos, legajo nº 5385.

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