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Uno de los atractivos de los lugares pequeños, como Menorca, consiste en que todo está hecho a la medida del hombre. Durante siglos, el ser humano midió tomando como referencia su propio cuerpo: brazas, pasos, codos, pies… Nada que le alejase de sus hechuras o necesidades. Aún quedan en la isla caminos con esas características, apenas calculados para el paso de bestias y carros. Este era el caso, hace unos años, del "camí vell" o "camí d'en Barçola", que une Alaior con el puerto de Addaia, Na Macaret y el Arenal d'en Castell.

El "camí d'en Barçola" discurre hoy con suavidad entre curvas amplias, con sus rayas blancas marcando distancias limpiamente sobre el gris del asfalto. No existe otro sobresalto en el trayecto que el que se deriva del tráfico. Es un camino útil y apacible, cuyas cunetas se cubren en invierno de escarcha y en primavera de amapolas y genista.

No siempre fue así. Amplio y seguro, digo. Antes había sido un carril de piso árido, mal amalgamado y basto, de bordes inciertos, encajonado entre dos paredes de piedra, por donde asomaba una maraña boscosa de pinos, encinas y lentisco. Durante años, "es camí vell" fue para los habitantes de Na Macaret y las fincas aledañas el único modo de acudir a Alaior en busca de víveres, del médico, del contacto con las familias o de la venta de sus productos. De trecho en trecho, unos pequeños ensanches hasta los que había que recular cuando se encontraban dos vehículos de frente, entre sonrisas corteses de los conductores y un breve saludo con la mano al cruzarse.

No siempre fue así. Descuidado y amable, digo. Hubo un tiempo en que era azaroso, imprevisible. Polvoriento en verano y embarrado en invierno. Transitado no pocas veces por las milicias concejiles de Alaior que acudían en defensa del tramo de costa que tenían asignado, allá por Coves Noves, habitado por los payeses y sus familias. Gentes fiadas tan solo a sus propias fuerzas y a su capacidad de defenderse de los enemigos que hacían casi imposible la vida en los terrenos próximos al mar, las llamadas "marinas". Atentos siempre a la tramontana, que agostaba cada año una parte de las cosechas, y a los piratas berberiscos y turcos, que se llevarían el resto, familias incluidas, si podían, para venderlas como esclavos. Sin otro medio de comunicarse más que el "corn" y la rapidez de las piernas de quienes enviaban en busca de ayuda.

Éste fue el recorrido que hizo Miquel Barçola el 9 de julio de 1644 en compañía de su hueste. Una tropa curtida y valiente, reunida apresuradamente para realizar un servicio que les era tristemente conocido. Sin pensar más que en llegar a tiempo de socorrer a sus vecinos de la costa. Con su estandarte por delante, porque los símbolos tienen su importancia y, en los casos especiales, aún más. El trayecto de vuelta lo realizó herido de muerte, llevado a cuestas por sus hombres. La única parada que hizo el grupo fue para que Barçola muriese en paz, en mitad del camino, donde una lápida impidió, durante muchos años, olvidar lo allí ocurrido. El estandarte, recientemente restaurado, se halla en el Ayuntamiento de Alaior.

La lápida continúa en su lugar, aunque ya no se ve desde la carretera. Merecería un mejor puesto. Como recordatorio de que, a veces, las cosas más grandes ocurren en los escenarios más pequeños.