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Después de cuatro años hay sentencia sobre el Estatut de Catalunya, un asunto que parece de una trascendencia política enorme, la tiene, aunque el interés popular, medido en la votación del texto salido en su día del Parlament, resulta más discutible si se observa una participación que no alcanzó la mitad del electorado. El fallo del Tribunal Constitucional es razonable, que es precisamente lo que ha de exigirse a un órgano judicial, un dictamen argumentado sobre el contenido de la Constitución, esa es realmente su función, por más que esta vez se intuyera y se exigiera algo más, circunstancia que explica tanta duda y tanto intento de sentencia frustrados.
En el fondo se trataba de forzar el marco establecido en el ya lejano 78 y reinterpretar algunos términos para otorgarles una dimensión más amplia. El orden jurídico no lo permite, hay unas normas y unos límites bien determinados que, no obstante, dan mucho juego y propician una aplicación muy flexible, prueba de ello es que en algunos aspectos se ha ido más lejos de lo que se podía imaginar en los albores del actual sistema político.
Ahora, si hay presión e interés suficiente y se conjugan bien las brechas abiertas por la crisis con la madurez del país y la experiencia de las tres últimas décadas se puede abordar el objetivo escondido de una nueva constitución.