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Hoy en día ya casi nadie duda de que todo lo que ocurre en el tiempo tiene estructura de ciclos. De que basta con empezar algo para estar perfilando el final de eso mismo. Porque ahora ya se sabe que nada aguanta -paralela- la linealidad del tiempo, que al final todo cede y se tuerce para luego forzarse y retorcerse formando entonces ciclos, intermitencia de un siempre que no se queda, dejando a su alrededor fracasos rizados de incomprensión.

Sin embargo hace apenas unos años eran muchos los que parecían creer que la economía no, que concretamente la bolsa -pulso del capitalismo- crecería sin encontrar su limite, creían, entusiasmados por lo bien que les iba, que la eternidad, en un arrebato de excepción, había abrazado la espumosa densidad de un crecimiento económico llevándoselo al infinito consigo. Al lugar donde su final faltaba.

Hipnotizados por las gráficas que mostraban un crecimiento abominable - o borrachos de beberse las ganancias-, no vieron los empresarios, ni los gobiernos, ni los dueños de los bancos, la punta a su sonrisa y aún sonríen aunque estupefactos o con el gesto ya soldado.

Ninguno de los que exprimió hasta su limite los beneficios del sistema capitalista, ningún magnífico empresario, ni un relevante político ni solvente banquero, supo advertir qué se le venía encima, ocupados como estaban saboreando las delicias de una altura ganada cavando más abajo el suelo, no advirtieron que andaban diseñando el agujero que más tarde les engulliría. Y ahora se pasan el día llorando del susto, encaramándose todos y ridículamente a las alturas fugaces de un derrumbe colectivo. O eso dicen.

Y es que el capitalismo -estructura piramidal de una avaricia incontenible en su punta- se viene abajo con ellos y por eso ahora jimplan y piden colaboración, que arrimemos el hombro, que nos hagamos cargo de los acontecimientos, en fin, que todos somos uno y el mismo y que si les va mal a los de arriba peor les irá a los de abajo que han de soportar su peso. Al final todo ese gimoteo ha sido trasegado lágrima a lágrima a cada uno de los puntos de una reforma laboral que unos protestan frotándose las manos y otros llevándoselas a la boca, disimulando su bostezo.

Y es normal que, como viene ocurriendo, finalmente se atienda al llanto de auxilio (aunque provenga de socorristas sordos), se entiende que haya una predisposición a perder poder adquisitivo o derechos laborales, pues la atmósfera se ha cargado de un miedo tóxico a perderlo todo. Y si la disyuntiva se presenta como menos o nada, lo lógico es que todo tienda a menos, aunque eso sea una nada retrasada o adquirida a plazos.

En cualquier caso toda decisión tomada para enfrentar la crisis (cualquier reforma) debería tener dos propiedades irrenunciables: ser reversible y simétrica.