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La mañana amanece igual de oscura, igual de lúgubre, ajena al cambio horario, por culpa de esa lluvia cansina, que no cesa, constante, que emula a barrenderos, evoca arcas, irrumpe en el alma de los sedientos de vívidas luces auguradas y, ahora, ya, impensables. En infinidad de hogares los relojes permanecen con su cadencia de siempre y con la hora aún no mudada, fruto de la desidia o de la pereza de muchos, del despiste de otros, de la rebeldía de unos contestatarios en un país poco dado a la protesta y sí proclive a la mísera sumisión. Roig lamenta el adagio melancólico de la lluvia por lo que significa: rutina quebrada de paseos dominicales. Roig no lleva reloj. No le hace falta. Su vida -y su felicidad- se basan en dos pilares nunca asumidos por quienes se consideran racionales: amar y ser fiel a quien le ama. Los relojes -algunos- son, pues, inamovibles. Y marcan la hora antigua. Se han empecinado en no retroceder. Con la misma contundencia con la que se rebelan ante el dictamen de los fascistas, los piratas o los rebeldes… Los pocos que os quedan. Cuentan, incluso, que en este país de farándula y pandereta, de esperpentos mudados en naturalismo a ultranza, algunos de esos relojes se han negado a mover sus manecillas y permanecen ahí, mecidos por el orgullo, inmutables… Ir a destiempo, curiosamente, provoca en muchos ciudadanos, enormes beneficios. Pero no económicos.

Porque a estas alturas hablar de economía huele como a insulto o a sarcasmo. Sobre todo cuando el orador exige esfuerzos a los débiles, desde su descarada opulencia…

- ¿Los relojes inamovibles? -te pregunta Roig-.

- Los que acaban de obrar extraños milagros…

Y se lo cuentas. Casi cinco millones de parados no han cambiado la hora. ¿Para qué? -se preguntan-. Hace tiempo, sí, que el dictamen de los cronómetros dejó de importarles. Libertad pagada a alto precio. Algunos aprendieron, incluso, a dejar sus relojes en la mesilla de noche. Aunque llevaran tiempo sin dormir. Otros, los vendieron, aunque fueran recuerdo y último cordón umbilical con el padre ido, con el hermano roto… Diminuta herencia en un mundo donde lo único que no se transfiere es la eternidad. Casi cinco millones de parados, sí, desnudos de relojes, llegando a destiempo a todas partes y cobrando de esta manera notoriedad. Cinco millones de mujeres y hombres con rostro y nombre, ahora, propios. Cinco millones de mujeres y hombres ayer invisibles, que se hacen notar porque llegan tempranamente a las colas del paro o a las puertas de "Caritas" (puertas de esa, hoy, siempre siniestra Iglesia)… Cinco millones de mujeres y hombres que, por su olvido o su comprensible dejadez en cambiar la hora, sí, son noticia por su celo de puntualidad. El celo que sonroja a los políticos que niegan su existencia o, simplemente, la maquillan… Pero ahí están. A las diez en la panadería cuando todavía son las nueve o en…

Y el milagro sigue… Esa niña engañada, esa niña aterrorizada, esa niña sola, aguarda en la antesala del quirófano. Sabe que son las ocho. Que la llamarán de un momento a otro. Sus padres no están. Sus padres no estarán. Son las ocho, pero siguen sin llamarla… Pregunta. Le contestan que está nerviosa, que esté tranquila, que se olvidó, ayer, de retrasar el reloj. Que queda aún una hora. Y la niña se lo piensa. Aquello le huele a segunda oportunidad. Y se olvida, también, del cabrón que le habló de amor. Y al hacerlo tan sólo vio en ella un simple papel higiénico de usar y tirar. Temblorosa y con el mismo miedo con el que entró en la antesala decide no volver hacia atrás las manecillas de su reloj, aún de color de rosa, pero sí volver hacia atrás su decisión. Acaricia su vientre con una sonrisa que ilumina la tarde y se encamina hacia la salida. La calle sigue bajo el manto de esa misma cansina lluvia, que ahora es ya, sin embargo, otra…

- Los beneficios han sido muchos, Roig, pero no económicos…

Julio Verne también intuyó lo del reloj. Y al hacerlo logró uno de los mejores desenlaces en la historia de la narrativa… Algo parecido ocurrió el día en el que os hicieron retrasar la hora. Mientras los adictos al régimen, los siervos y serviles correveydiles del poder, de todos los poderes, se levantaban exactamente a las tres de la madrugada para violentar las manecillas del reloj en un acto más de la debida disciplina de partido, hubo otros que se olvidaron del ajuste horario y, gracias a ese olvido, protagonizaron el milagro. Los que, al igual que Phileas Fogg en "La vuelta al mundo en 80 días de Verne, se dieron cuenta de que aún no era tarde, de que estaban equivocados, de que nada era todavía irreparable, de que gozaban de una prórroga de sesenta minutos… Hubo quien creyó, por ejemplo, que ya no podría acudir al tanatorio. Cerraba a las 7. Aunque quisiera… ¿Quería? La portada de un periódico le hizo ver su error…Eran las seis, sólo las seis…Acudió. El reencuentro no fue fácil. La muerte es cachonda, pese a la sordidez de sus mantos, la palidez de su rostro y la rigidez de sus miembros. Ella había formulado la invitación. Tras años de silencios los había congregado. Los hermanos se miraron unos a otros…Se reconocieron. E inexplicablemente se redescubrieron jugando en las calles perdidas, cuando unos intereses no habían quebrado aún su filiación y su amor…

- Alguien nos regaló, Roig, el domingo, sesenta minutos de vida, que no de sueño…

- ¿Para?

- Para acudir, finalmente, a una cita a la que no habíamos acudido…

¿Para?

- Para pedir perdón…

- ¿Para?

- Reflexionar sobre el pasado…

-¿Para?

- Tal vez enmendarlo…

- ¿Para?

- Dormir una hora más…

Roig sonríe.

- De tarde en tarde -continúas- todos los relojes del mundo deberían retrasarse de manera silente, sin que se percataran de ello sus dueños…

- ¿Para? sigue repitiendo Roig

- Para volver atrás, para reparar el error, para decir lo que se calló o callar lo que se dijo…

- ¿Para?

- Joder a la lluvia y conseguir que esa mañana (esas mañanas) deje de ser tan tenebrosa, tan oscura, tan inhumana…