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No te quieres enterar, ye, ye, que una letra tú serás, ye,ye,ye,ye. Pues sí, la y, ya no será y griega, sino ye- por mucho que a los escritores no les guste el cambio- y la b y la v serán b y v en todos los territorios hispanohablantes, que siguen conformando un imperio donde nunca se pone el sol, aunque la ortografía que muchos estudiamos esté en tinieblas. Nos ahorraremos acentos, aunque sólo en determinadas palabras y quién sabe si en la próxima revisión ortográfica desaparece la h, medida ésta que, de haberse aprobado en 1999, hubiera evitado la polémica generada por el hachazo que Maó le pegó a su denominación tradicional. Uno no sabe si lamentar el destino que le espera a una lengua que modifica sus reglas ortográficas porque sus usuarios las incumplen o si alabar la capacidad de adaptación de la Real Academia a los vertiginosos cambios que ésta experimenta. Quien se ha preocupado por escribir bien no puede evitar caer en el lamento por mucho que, académicos dixit, la fijación de la ortografía sea resultado de un largo proceso de constantes ajustes y reajustes, entre la pronunciación y la etimología, gobernado por la costumbre lingüística.