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Uno no sabe a ciencia cierta si hay que considerar una simple exageración la afirmación, leída en la prensa o escuchada en tertulias audiovisuales, de que la sociedad española se halla sumida hoy día en un peligroso estadio de resignación colectiva. Ya digo, ignoro si el grado de anestesia social es o no muy elevado, pero lo que sí se percibe en la calle de la crisis es que se asiste a un creciente deterioro del estado de bienestar.

Mientras la ciudadanía está ocupada o entretenida con la enésima cortina de humo, llámese ley antitabaco o balones de oro, el Gobierno sigue adelante con una severa política de ajustes cuyo propósito, se asegura, es sacar al país de la crisis y volverlo a situar en la senda de la estabilidad y el crecimiento económico. El presidente José Luis Rodríguez Zapatero lo ha advertido sin tapujos: "Haremos las reformas precisas, con o sin acuerdo". Y en ello está efectivamente. En el horizonte inmediato, sin embargo, se otea un gran riesgo de consecuencias hoy por hoy imprevisibles: El riesgo de semejante empresa política es que el todavía líder del PSOE acabe cargándose el estado de bienestar que el conjunto del pueblo español había conquistado tras numerosos años de enormes esfuerzos y concesiones.

Como bien sabe el lector, 2011 se ha estrenado con importantes subidas de precio en una serie de servicios básicos, entre ellos la energía eléctrica y la gasolina. Por otra parte, el desolador panorama que presenta el mercado de trabajo tampoco invita a mostrarse mínimamente optimista, sino todo lo contrario. Cuando las estadísticas indican que hay 4.100.000 desempleados en España, 95.000 en Balears y 7.000 en Menorca, no resulta fácil convencer a los ciudadanos, ganarse su confianza, con continuas proclamas sobre la bondad y eficacia de unas políticas de ocupación o sobre la cantinela de la formación que a la hora de la verdad no se traduce en nuevos puestos de trabajo. Porque la urgencia para tantos miles de parados es poder trabajar y aportar unos ingresos razonables a sus respectivas familias. Porque querer disfrazar el empleo por la vía de la asistencia a unos cursos formativos supone, a mi juicio, pisotear la dignidad del trabajador. A los más de cuatro millones de personas que carecen de trabajo les sonará sin duda a cruel sarcasmo el canto de las excelencias del estado de bienestar. Para esas personas cada día es más creíble, en cambio, la cruda percepción de que se camina hacia un estado de malestar.

No puede sostenerse en puridad que España disfruta de un envidiable estado de bienestar cuando en los últimos meses las llamadas a las puertas de Caritas o Cruz Roja se han incrementado de forma espectacular porque las administraciones públicas no alcanzan a proporcionar una asistencia adecuada al creciente ejército de excluidos sociales; cuando no se frena el recorte de derechos básicos; cuando se proponen medidas para retrasar la edad de jubilación y establecer unas pensiones más reducidas; cuando se congelan pensiones y salarios.

No cabe alardear del estado de bienestar cuando en nuestro Estado social y democrático de derecho, según reza la Constitución, miles de ciudadanos –en especial jóvenes y parados de larga duración- siguen sin ver garantizado su derecho al trabajo o a una vivienda digna; cuando no se vislumbra la incidencia positiva de una reforma laboral en la que continúa predominando la contratación temporal sobre la indefinida; cuando esa misma reforma otorga más facilidades para el despido; cuando desde el empresariado se endurecen cuantos planteamientos hacen referencia a la negociación de los convenios colectivos; cuando se reducen las becas para estudios universitarios.

No tiene sentido seguir pregonando los beneficios del estado de bienestar cuando tantas pequeñas y medianas empresas se han visto obligadas a reducir plantillas o al cierre, asfixiadas por la crisis, por el vertiginoso descenso de facturación y por la falta de financiación crediticia.

Firme valedor del estado de bienestar, diríase que Rodríguez Zapatero no contempla en absoluto la posibilidad de que su política de reformas naufrague y acabe sentando las bases del estado de malestar. En cualquier caso, si en el plazo de un año y medio no se logra la recuperación económica de nuestro país, no debe descartarse, en función de lo que decidan las urnas de 2012, que corresponda a Mariano Rajoy la tarea de rematar el estado de bienestar. Y a saber si para entonces la resignación ciudadana aludida al principio de este artículo habrá dado paso de nuevo al optimismo y a la confianza. Sobre todo entre millones de parados, trabajadores autónomos, pequeños empresarios y jubilados que hoy viven hundidos en el pesimismo.