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El grito "Indignez vous!" del exdiplomático francés Stéphane Hessel, lanzado primero en un librito y amplificado posteriormente hacia todo el mundo a través de internet, significó en su día un tremendo aldabonazo social para alertar, entre otras situaciones de crisis, sobre los impresentables niveles de egoísmo y arrogancia que exhibe hoy el poder financiero internacional. Hessel aboga por una rebelión pacífica de la sociedad, de su juventud, para erradicar tantas tropelías y tanta injusticia social como abunda en el mundo.

El nonagenario Hessel formó parte en los años 40 de la Resistencia francesa y en 1948 tuvo una participación activa en el nacimiento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Al margen del contexto histórico en el que se basa, con una reivindicación de los valores que alimentaron la referida Resistencia y su traslación a la sociedad de nuestros días, el éxito editorial de su obra se justifica por la validez de su reflexión como instrumento de denuncia de la crisis actual.

Los buenos propósitos de Stéphane Hessel chocan, sin embargo, contra el grueso muro de unas realidades que a diario incrementan el peso de los poderes económicos frente a unos poderes políticos que tienden a mostrarse más dóciles ante los financieros que controlan los resortes del capitalismo global. La crisis económica actual ha evidenciado ciertamente una escandalosa debilidad -sumisión incluso- del poder político ante las insaciables exigencias de los mercados, mercados que, mediante su sólido entramado de acumulación y circulación de capitales, no dudan en trazar a los gobiernos el rumbo que más les conviene.

Indignaos!, lanza a los cuatro vientos Hessel. Propugna la protesta y pese a que en Francia se llevan vendidos más de un millón quinientos mil ejemplares de su manifiesto, no se percibe una reacción equivalente. La democracia implica participación ciudadana y no hay que bajarse de ese autobús. No obstante, también es pertinente interrogarse por el alcance de la indignación colectiva cuando la sociedad europea, en contraste con las revueltas presentes en el mundo árabe, parece hallarse profundamente adormecida, incluso acallada, hasta tal punto que su estado de narcotización le ha conducido a la pérdida de su capacidad de escandalizarse ante hechos y situaciones que merman paulatinamente la vitalidad de esa misma sociedad. A determinadas instituciones europeas y a la universidad española, por citar solo dos ejemplos, quizá habría que demandarles mayor activismo. Pero la indiferencia y la pasividad campan a sus anchas. (Valga recordar la escasa repercusión que tuvo la manifestación convocada el pasado 7 de abril en Madrid por el colectivo Juventud sin futuro, y cuyo lema reza en casa, sin curro, sin pensión, sin miedo). Y cabe preguntar asimismo: ¿Hay que conformarse con suscribir la indignación que abandera Hessel para estimular de nuevo las conciencias apagadas y propiciar unos cambios radicales en la sociedad? ¿Acaso hay que aceptar sin más el triunfo de la resignación?

Aun cuando Hessel reclama, desde la esperanza, un firme compromiso ciudadano, no pasa desapercibido el hecho de que la sociedad aplaza su reacción colectiva, ni siquiera se atreve a reaccionar cuando en nuestro país la corrupción penetra y anida en el sistema democrático y es la más clara expresión del deterioro de la moral pública, de la victoria de la indiferencia sobre la creciente ausencia de ética en muchos comportamientos políticos y económicos; cuando el virus de la corrupción se cuela con tanta naturalidad en la economía (sobre todo por la vía del urbanismo y la construcción) y en la política (al intentar introducirse incluso en candidaturas electorales); cuando no se aplica una mayor contundencia en la lucha contra las grandes bolsas de fraude fiscal; cuando los gobiernos estatal y autonómicos no logran frenar la escalada del desempleo; cuando ya nadie parece escandalizarse ante el recorte de derechos sociales; cuando en el mercado laboral y en la negociación colectiva el verbo flexibilizar se traduce, lisa y llanamente, en empeorar las condiciones de contratación, en reducir los salarios de los trabajadores y en suspender derechos adquiridos; cuando la economía sumergida mantiene su buena salud y no se atajan de raíz las causas que permiten su expansión; cuando se asiste al rescate de entidades financieras antes que al rescate de las víctimas en absoluto culpables de la crisis.

Ante el desolador paisaje de los hechos y situaciones aquí referidos, no es de extrañar que el latido de la sociedad sea cada vez más asfixiante; que en esa sociedad, inquieta aunque cómodamente asentada en sus contradicciones y paradojas, la indignación de Stéphane Hessel resulte de todo punto insuficiente. No basta cuando menos para salirse de unos caminos tortuosos y peligrosos. La indignación de Hessel también se queda corta para volver a recuperar un inequívoco predominio de la acción política -del gobierno y del interés general- sobre las fuertes presiones de unos poderes económicos que siempre procuran satisfacer en primer lugar sus ambiciosos intereses particulares. Sin avergonzarse por el número de víctimas que se quedan tiradas y excluidas.

Manifestar la indignación. La proclama intelectual de Stéphane Hessel se propaga por los más diversos foros ciudadanos, pero sigue sin alcanzar la calle, excepto si se registran puntualmente unas protestas sectoriales. ¡No nos falles!, se advirtió a José Luis Rodríguez Zapatero hace ya demasiado tiempo, cuando su acceso a la presidencia del Gobierno. Y ya ven. Buena parte de la juventud, desperdigada y sin un horizonte de esperanzas e ilusiones, lidera hoy los peores porcentajes del desempleo, acaso ya sin fuerzas para indignarse, sin ánimos para la movilización masiva. De ahí tanto escepticismo. De ahí tanto pesimismo.