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"Es duro ser madre", le digo a una amiga. "Y ser hijo", me contesta antes de contarme una anécdota que había presenciado. Un sábado no hace mucho vio salir de casa a una mujer con tres niños pequeños. Se disponía a llevarlos a ver como S'Àvia Corema perdía uno de sus pies. Lo supo porque se lo contó a alguien por teléfono mientras reunía a los pequeños para cruzar todos juntos el paso de peatones. Los niños querían ir sueltos, la madre les exigía que fueran de la mano y no sin dificultades lo consiguió.

Mientras bajaban la calle se paraban en cada portal para saltar y su madre esperaba con una paciencia de la que mi amiga y yo carecemos. Les rebasó aunque más adelante, mientras saludaba a unos conocidos, se volvió a fijar en ellos. En ese momento, subían y bajaban a toda velocidad, eufóricos y sonrientes, por una pequeña rampa que daba acceso a una oficina comercial. Su madre volvía e esperar paciente mientras los niños desoían sus advertencias. "Se hace tarde. No llegaremos a S'Àvia Corema". Pero los niños seguían correteando.

Aparecieron un buen rato después en la Esplanada y mi amiga, completamente imbuida en las peripecias de la familia anónima, presumió que la madre había desistido del plan inicial. Los niños fueron a jugar a los columpios. El mayor empujaba a los pequeños, les estorbaba ante la desesperación de la madre, más relajada un poco después cuando el juego se trasladó a la fuente.

Los niños corrían alrededor mientras el agua manaba y se paraban cuando lo hacía el agua. Dieron decenas de vueltas entre risas y alguna caída sin consecuencias mientras su madre esperaba, otra vez, pacientemente a que se aburrieran y cambiaran de tercio.

No fue así. Tuvo que conminarles a que pararan. "Es tarde, nos tenemos que ir a comer", les decía. "No, todavía no", contestaban con desparpajo. Finalmente, se impuso y emprendieron el camino de vuelta. Las cosas no iban a ser fáciles. En la Esplanada había un acto reivindicativo de la Protectora de Animales y los dos más pequeños querían tocar a todos los perros. "Tened cuidado, preguntamos primero a los dueños, no les agobiéis", advertía la madre.

En ese momento, el mayor de los tres hermanos se fijó en una máquina de bolas que había en la terraza de un bar cercano. "Mamá, quiero una bola". "No hijo." "Mamá quiero una bola", repitió subiendo el tono de voz. "Ya te he dicho que no y será que no aunque te enfades". "Pero es que yo quiero una" "No hay bola y punto. Tenéis un montón de juguetes y no necesitas uno más".

Ahí empezaron los gritos y los lloros. Un berrinche en toda regla en mitad de la plaza que la madre soportó estoicamente mientras vigilaba a los más pequeños, que jugaban ajenos al drama de su hermano mayor. El niño lloraba y lloraba, suplicaba la bola mientras estiraba el bolso y la chaqueta de su madre. Ella repetía su negativa, firme pero tierna, sin conseguir aplacar la rabieta de su hijo.

Y llegó el momento de marcharse. Los pequeños comenzaron a caminar pero el mayor se negaba a hacerlo. Un vendedor ambulante salió al rescate. "Que se vaya tu madre y tú te quedas conmigo", le decía. El niño se acabó animando. Había que desandar lo andado y había que hacerlo cuando el hambre y el cansancio acumulado a lo largo de la mañana hacían mella.

El recorrido desde la Esplanada hacia Vives Llull por la calle Vasallo se convirtió en una auténtica odisea. Contagiados por el enfado del mayor, primero se quejaba uno de los pequeños, después el otro. Uno de ellos rompía a llorar cuando todavía no se habían secado las lágrimas del mayor. Hacia el final de la calle, los niños se sentaron en la acera, justo en frente de un locutorio. No querían caminar más. La madre no tenía manos, ni brazos ni fuerzas para reconducir la situación. Entonces del establecimiento salió un hombre joven, negro como el tizón, con una sonrisa luminosa alegrándole la cara y tres piruletas. "¿Quién quiere una?", preguntó. Cada niño cogió su piruleta ante la mirada agradecida de su desesperada madre. Felices y sonrientes salvaron el último tramo del camino mientras su madre agradecía íntimamente el auxilio de piruletas.

Me gustó la anécdota, una de las miles que podrían contar cualquier padre y cualquier madre y que pone de manifiesto la dificultad que entraña educar a un hijo en contra de los valores imperantes de la sociedad. Lo fácil era comprar la bola, comprar tres bolas, y asegurarse un regreso apacible pero esa madre no quiso hacerlo. Pero también, que, como en tantas otras cosas, no estamos del todo solos. La ayuda puede llegar de la persona y en la forma más inesperada, en el momento y el lugar más insospechados. Pequeños gestos que pueden cambiar el orden de las cosas. Como los que impulsaba Carmen Marcén Sarto, a quien habría encantado esta anécdota. Vaya por ella, y por todos los que como ella creen en la grandeza de lo pequeño.