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Si todo cuenta, si la manera de llegar a un lugar importa tanto como el porqué y el cuándo, cree que fue afortunado. Era una noche de finales de agosto cuando arribó a Menorca, expectante e ilusionado, casi sin saber que iba a empezar una nueva vida construida sobre la intuición y los bártulos que cupieron en su coche. Lo hizo por el puerto de Ciutadella, el que desde hoy y para siempre será el puerto viejo, el tradicional, ya de noche, las luces anunciando una ciudad llena de vida, reflejándose en el agua, jugueteando entre los mástiles de los barcos, ajenas a la sensación que le provocaba toda la belleza y la incertidumbre que le daban la bienvenida. ¿Será posible una sensación así para los pasajeros que desembarquen en el dique?, se pregunta. En Ciutadella, tras años de reivindicaciones ganaron la seguridad y la necesidad de progresar superando los límites de la naturaleza. Lo hicieron imponiéndose a las dudas que pueda generar la existencia de dos grandes infraestructuras portuarias en no llega a 50 kilómetros, despreciando el abrazo que suponía el puerto viejo para quienes, como él, por allí entraban en Menorca.