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Las organizaciones de extrema derecha, siempre despiertas, no han tardado en sumarse al enésimo debate abierto sobre los peligros que conllevan para la Unión Europea las oleadas migratorias descontroladas, movimientos que se han acentuado en las últimas semanas a raíz de las revueltas populares en países árabes del norte de África. Miles de tunecinos y libios han abandonado sus países. Europa es su esperanza. No obstante, Italia y Francia han sido las primeras naciones en alertar sobre los graves problemas que se derivan de los flujos migratorios que se saltan la pertinente legislación comunitaria. Y desde el norte europeo, Dinamarca no demoró su propósito de reforzar con carácter temporal sus controles aduaneros a fin de intensificar la vigilancia sobre personas y mercancías que entren en territorio danés. Las razones argumentadas asocian, otra vez, inmigración y criminalidad.

Se cuestiona así el acuerdo de Schengen que protege la libre circulación en la UE, razonable acuerdo que se basa en la firme y meridiana proclamación plasmada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La semana pasada llegó a apuntarse que sería conveniente reformar -o incluso suspender provisionalmente- el tratado de Schengen para endurecer la normativa e intentar frenar la avalancha de inmigrantes. Si finalmente en los próximos meses se actuara en tal dirección, es muy probable que de paso se proporcionaran más alas -también reforzadas como algunos estados comunitarios pretenden para sus fronteras interiores- a una extrema derecha que lucha sin desmayo por incrementar su influencia en la política europea.

Una revisión del espíritu de Schengen implicaría un serio paso atrás para la Europa que tantos esfuerzos ha realizado en los campos de la política económica y la cohesión social. Los cantos xenófobos que se prodigan en diversos países europeos, entre ellos Finlandia, Hungría, Dinamarca o la vecina Francia (valga anotar que la formación que lidera la hija de Jean Marie Le Pen sigue creciendo de forma notable), no ayudan en modo alguno -sino todo lo contrario- para ir más allá de la estricta visión económica de la inmigración, fenómeno que desde esa perspectiva importa en tanto que facilita disponer de mano de obra barata en época de bonanza económica o en años de crisis.

Esta concepción mercantilista, que se aleja adrede de todo planteamiento social, desatiende y hasta desprecia muchos de los planes que se ejecutan en el ámbito de la solidaridad y la cooperación y, peor aún, obstaculiza gravemente las políticas de acogida e integración de los inmigrantes en los países receptores. Al mismo tiempo, cuando esas políticas se aplican sin unas convicciones sociales profundas ocurre que con frecuencia se pisotean los más elementales derechos humanos proclamados por la ONU. (Ya se sabe que muchos políticos hacen continuas referencias a los derechos humanos pero esquivan su concreción). Por tanto, bueno será recordar el artículo 13 de la Declaración universal de 1948: "Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso el propio, y a regresar a su país".

Téngase en cuenta que la inmensa mayoría de las personas que optan por emigrar lo hacen empujadas por el hambre, por la falta de trabajo o por el legítimo afán de alcanzar una vida más digna. Al respecto, conviene remitirse de nuevo a la Declaración de los Derechos Humanos y repasar los artículos 22, 23 y 25. Así, el artículo 22 reza que "toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad". El artículo 23 precisa que "toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo. Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual. Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social". Y el artículo 25 señala que "toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez y otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad". Como es obvio, estos derechos valen, han de valer para todos los ciudadanos, sean o no trabajadores inmigrantes, no caben trampas ni discriminaciones.

La realidad describe que las pateras de la emigración, con revueltas populares o sin ellas, no dejarán de zarpar desde la ribera sur del Mediterráneo para dirigirse hacia Europa, a pesar del control y el engaño que las mafias ejercen sobre la emigración ilegal. No cesará el movimiento migratorio por mucho que el desconcertante viejo continente establezca unas leyes sumamente restrictivas; siga alimentando los rebrotes de xenofobia; y, en actitud arrogante y a la defensiva, prefiera levantar nuevas barreras para impedir el paso -la libre circulación- a quienes persiguen una vida más digna.

La esperanza y el aval de los Derechos Humanos es el único equipaje que acompaña a miles de los emigrantes norteafricanos que llegan a Europa. Y si esta se encierra en su egoísmo excluyente y no se muestra tolerante y solidaria, el naufragio de los Derechos Humanos es inevitable.