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Empeñado como está el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en agotar la legislatura, en otoño se intensificará la campaña de las elecciones generales a celebrar en marzo de 2012. La resaca de los comicios autonómicos y municipales, la consiguiente constitución de las nuevas corporaciones y la proximidad de las vacaciones de verano aconsejan abrir un paréntesis, un respiro, antes de proseguir la campaña electoral interminable. Porque este país se halla inmerso en una campaña permanente. Todo un lujo que se permite el pueblo español, con crisis o sin ella.

Así que cuando a partir de septiembre los partidos reanuden su actividad electoral, una cuestión a la que todos deberán conceder una atención prioritaria es la estrategia que vaya a resultar más conveniente y efectiva para captar el voto indignado. Y no me refiero al voto procedente de las acampadas de la indignación ciudadana que animaron la segunda quincena de mayo, sino al de la elevada cantidad de personas que, sin acudir a las plazas del descontento, en la cita del 22-M optaron directamente por la abstención o bien depositaron en las urnas sus papeletas nulas o sus sobres vacíos. Todos los partidos, mayoritarios o minoritarios, saben que la conquista o la recuperación del voto indignado será una misión harto difícil.

Vista la experiencia, proyección y solidaridad alcanzadas por el movimiento del 15-M, es muy posible que en marzo del próximo año o incluso antes el pacífico ejército de ciudadanos indignados vuelva a invadir las plazas públicas para reiterar su creciente grado de descontento social. La huella del 22-M ha sido muy profunda, para bien o para mal. Y la campaña no será fácil ni para Mariano Rajoy ni para Alfredo Pérez Rubalcaba. Entre otras cosas porque no es previsible que en los próximos diez meses la economía española y el estado de bienestar hayan logrado una mejoría sustancial respecto a la situación presente. A pesar del vuelco electoral y de cuantas varitas mágicas se han intentado vender para acabar con la crisis.

La campaña no será fácil ni para el PSOE ni para el PP cuando, desde la indignación, son muchos los votantes que reclaman desde hace años una reforma de la ley electoral que hoy sigue favoreciendo el bipartidismo y penalizando a los partidos minoritarios. Cuando son muchas las voces que claman por eliminar el transfuguismo mediante una normativa contundente, no apoyada solo en unos buenos propósitos. O cuando se insiste una y otra vez en que la segunda cámara parlamentaria, el Senado, deje de ser un simple "cementerio de elefantes".

Al hallarse vacías las arcas de ayuntamientos y comunidades autónomas, los gobiernos del PP verán notablemente mermada su capacidad inversora y la austeridad será norma obligada. A menos que prefieran engordar el endeudamiento y el déficit, camino en el que está cantado que no contará con la colaboración del Gobierno central. Si el PP, por otro lado, se ve abocado a aplicar una política de recortes puede generarse un clima de conflictividad social que no ayudará en absoluto al objetivo de incrementar su base de votantes para que Rajoy pueda instalarse al fin en el palacio de La Moncloa. Al respecto, conviene tener muy presente que en Catalunya la política de tijeras de Convergència i Unió ha desencadenado ya amplias protestas en los sectores de la sanidad y la educación. Y otro capítulo sobre el que deberá mostrarse sumamente vigilante el PP es el de la corrupción. El desenlace judicial de Gürtel y otros casos pueden dañar los intereses del partido conservador, aunque las encuestas y los resultados electorales hasta ahora han indicado lo contrario.

Al PSOE, por su parte, le espera una campaña tremendamente peliaguda al tener que movilizarse con la pesada carga de los casi cinco millones de trabajadores en paro. Una enorme carga que restará visibilidad y credibilidad a las acciones que pueda emprender para su rearme ideológico, para revisar un proyecto socialista hoy por hoy escorado hacia la derecha. (A buen seguro que Rajoy le estará eternamente agradecido a Zapatero por anticiparse en la ejecución de determinadas reformas). Tras el estrepitoso fracaso del 22-M, el PSOE deberá cambiar muchas cosas, muchas de sus visiones de la realidad que no coinciden con las de miles de ciudadanos profundamente decepcionados con la gestión llevada a cabo durante estos años de dura crisis.

Además, la lucha por el poder y el control del PSOE no podía conducirse peor. La elección/designación del candidato Alfredo Pérez Rubalcaba ha constituido una representación ridícula y patética ante una opinión pública cada día más perpleja. El PSOE habría podido ahorrarse perfectamente el melodrama de la renuncia de Carme Chacón a concurrir a las primarias (con la pueril queja a la madre superiora si se daba luz verde al congreso extraordinario propuesto por los socialistas vascos y con la exageración de que iba a ponerse en riesgo la unidad del partido y la estabilidad del Gobierno) y el posterior paripé de la aclamación unánime de Rubalcaba (sin esperar a la aparición de otros candidatos, como al parecer puede ocurrir en los próximos días) a cargo de Rodríguez Zapatero y su obediente comité federal.

Desde la calle, a estas alturas cuesta aceptar el empecinamiento de Rodríguez Zapatero por mantenerse al frente de la secretaría general del partido si tiene prevista su retirada política en menos de un año. El hecho de que en un congreso extraordinario se eligiera un nuevo secretario general y una nueva dirección federal no habría impedido que Zapatero continuara como presidente del Gobierno hasta concluir la legislatura. En todo caso, resulta chocante que la tarea de enderezar el proyecto socialista se pretenda llevar a cabo aprovechando la conferencia política que se convocará en septiembre y bajo la tutela de la actual cúpula dirigente, cuando sería a todas luces mucho más adecuado que ese trabajo fuera desarrollado a partir de las directrices de una nueva ejecutiva asentada ya en la renovación.

De modo que el PSOE tiene candidato electoral pero carece todavía de un programa sometido a debate, consenso y aprobación, lo cual es empezar la casa por el tejado. Y lo mismo podría decirse del PP. Es una lástima que cayera tan pronto en el olvido el buen consejo difundido en su día por Julio Anguita: ¡Programa, programa, programa! Primero el programa político y luego el candidato.

Soy consciente de haberme desviado demasiado del alcance del voto de la indignación, tema inicial de este artículo. Pido disculpas a los lectores. No obstante, espero que las sucintas consideraciones aquí expuestas resulten de alguna utilidad, quizá para una mínima reflexión sobre los kilos de indignación que lleva acumulados la sociedad y el sombrío futuro que le aguarda si PSOE y PP no son los primeros partidos en corregir múltiples vicios y fallos políticos.