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El Rey, que suele ser campechano en las distancias cortas, irónico en las medias y protocolariamente educado en las largas, ha sorprendido con el enfado mostrado ante los periodistas, preocupados por su estado de salud. Ese enojo así generalizado es lo realmente preocupante, cuando la cortesía no es correspondida con una broma educada lleva a barruntar que algo anda mal, desde un descanso insuficiente a la inquietud por el quirófano que espera a su rodilla o alguna pesadilla de extraña naturaleza. También es comprensible que se haya hartado de rumores sobre las mil dolencias que se le han atribuido en las dos últimas décadas y es notorio que existen auténticos propagandistas del supuesto mal ajeno, sobre todo si el ajeno es el rey. La impunidad con la que iletrados, ignorantes y necios se asoman a los micrófonos provoca este tipo de monstruos informativos, que una vez en la calle unen más voces a su comparsa desvergonzada. Es normal que don Juan Carlos se irrite cuando le alcanzan los comentarios de tertulianos y hombres de letras sobre la conveniencia de que abdique en favor del Príncipe porque el rey es, sobre todo, humano como bien saben cuantos han estado junto a él. De ese exagerado episodio ante los periodistas posiblemente lo más preocupante sea la decadencia de su tono de humor, síntoma de un ánimo también decadente.