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Los mensajes incendiarios de políticos populistas, la xenofobia de baja intensidad que tanto cala en el pueblo llano cuando las cosas van mal dadas y el catastrofismo que tanto abunda en las tertulias de los científicos de lo cotidiano, no han evitado que, según el último barómetro del CIS, tres de cada cinco españoles se sientan muy o bastante seguros y además confíen en la labor que llevan a cabo los efectivos de la Policía Nacional y la Guardia Civil. El mal existe, como ha existido siempre, pero se controla con más o menos efectividad y no nos altera demasiado la vida cotidiana. No obstante, algunas acciones delictivas llevan intrínsecas unas briznas de desconcierto que las hacen especialmente vomitivas, no ya por graves, sino por inexplicables. Son aquellas que suponen el mal por el mal, no por adicción a una sustancia estupefaciente, ni por venganza, ni por arrebato pasional, ni por enriquecimiento personal, sino por el simple placer de causar daño en personas y entidades cuya labor ni siquiera conocen los malhechores, simplemente porque su intelecto no da para tanto. Me refiero en este caso al destrozo en el Círculo 7 del yacimiento arqueológico de Torre d'en Galmés, cuya recuperación supuso una ardua y prolongada tarea, un derroche de sudor en favor del beneficio y el conocimiento común. La Policía, y es lógico, no llega a tanto cafre suelto.