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Comienza a ser complicado utilizar la palabra indignado en una conversación sin sentir una mirada de complicidad o de desaprobación, según ya sean las simpatías del escuchante. El éxito fulminante obtenido por dicha expresión se originó por la necesidad de un vocablo que indicara acertadamente nuestro estado anímico tras el desvarío, la malversación, la corrupción, la codicia, etc... del sistema financiero.

El pasmo y la estupefacción de la ciudadanía ante los hechos protagonizados por entidades bancarias de máximo nivel mundial, que hasta ese momento se presentaban a sí mismas como paradigma de la seriedad más absoluta, seguridad, responsabilidad... nos provocó súbitamente un estado de desconfianza generalizada. El alud de deuda acumulada por dichas entidades merced a prácticas irresponsables, exigía sin dilación una respuesta ejemplar desde la clase política.

Confiando en los valores de la cultura occidental, la ciudadanía esperó impaciente la contundente respuesta de nuestros líderes, ante los responsables de esta colosal estafa mundial. Sin embargo, para nuestro asombro, esos mismos líderes, en lugar de llamar a los hechos por su nombre, emplearon toda clase de eufemismos para referirse a los actos de irresponsabilidad, egoísmo y avaricia que habían dejado al mundo al borde del precipicio.

Lo que parecía iba a ser gran reprimenda y posterior castigo ejemplar para los culpables, fue diluyéndose paulatinamente ante no se sabe que situaciones insondables e inexplicadas, hasta doblegarse a unas propuestas donde la ausencia de medidas para con los fehacientes culpables de esta crisis económica, brilló de tal forma que cegó y enojó a todos aquellos que mantenían los ojos abiertos.

Las poblaciones se indignaron y los políticos occidentales, hipócritamente, se preguntaban qué habían hecho para merecer esta situación explosiva donde arreciaban las críticas contra los gobiernos de turno, ya fueran de derechas o de izquierdas.

La respuesta, celosamente guardada, estaba en aquello que precisamente no habían hecho.

La semilla de la indignación ciudadana germinó a consecuencia de no haber tomado los políticos prioritariamente medidas drásticas e inmediatas contra las entidades financieras que fueron las protagonistas de semejante, reitero, estafa mundial. Así como de no juzgar a los culpables y ponerlos entre rejas por sus irresponsables praxis, a todas luces, reprobables e inmorales.

Lejos de ello sin embargo acordaron, ahora sí urgentemente, de forma prioritaria con luz y taquígrafos, recortes sociales que perjudicaban gravemente a la mayoría de la sociedad inocente de la crisis.

La manifiesta injusticia de estos acontecimientos es tan evidente, tan inmoral, que mientras los dirigentes occidentales no aborten su complicidad, y tomen las decisiones drásticas que los pueblos reclaman con respecto a los sinvergüenzas, la indignación popular por responsabilidad democrática e instinto de supervivencia, lejos de cesar irá en aumento.

Y digo supervivencia porque la asunción de las medidas que se nos trata de imponer, sin castigar previamente a los causantes de este monumental embrollo económico, nos llevará a la claudicación de nuestros valores, al imperio de un neoliberalismo impune y sin límites, a la dictadura voraz de los mercados, la sumisión de los derechos y en consecuencia, a una nueva forma de esclavitud desconocida hasta ahora por el hombre.

¿Quién de nosotros quiere tan singular futuro?

¿Hacia qué locura nos arrastran?

La salida, sin embargo, es simple. El sistema económico que tenemos no es perfecto. Los grandes errores pueden suceder. Pero en ese caso, los culpables inexorablemente han de pagar para que los cimientos que sustentan esta sociedad no se vayan al garete.

Nuestros dirigentes deben actuar en la dirección que se reclama para no exaltar más los ánimos. Su pasividad, genera violencia. Solo así la indignación se tornará en calma. No se pide la luna, como algunos en la ceremonia de la confusión pretenden hacer creer. Se pide solo justicia ante hechos concretos y acuerdos para evitar nuevos desmanes financieros.
Los pueblos que comprenden la actuación coherente de sus líderes, siempre sabrán estar en su lugar y aceptaran ciertos sacrificios, una vez más si es preciso, para poder salir juntos dignamente, de la indignidad con la que se está escribiendo la historia de este comienzo del siglo XXI.